miércoles, 7 de octubre de 2009

LA CITA

¡No estás loco! Aunque creas que sí y te lo repitas hasta el cansancio, pero seguro te preguntas: ¿cómo saberlo? Crees estarlo porque de pronto comenzaste a escuchar esa voz, la misteriosa voz que te habla a lo lejos, la tenue voz que dices no entender porque jurarías que con ella se manifiesta un “zumbido” que te adormece sobremanera; sin embargo, eso no prueba absolutamente nada. Deberías relajarte. Incluso esa voz podría ser real.

Sabes que te sientes frustrado por no tener la certeza de tus capacidades mentales, y sospechas que el buen juicio te abandona por lo que escuchas; así que, para tranquilizarte, ¿por qué no intentas rememorar tu historia desde el principio? Busca cualquier detalle que te pueda hacer recobrar mágicamente la confianza en tu raciocinio.

Te llamas Ezequiel, tienes treinta y ocho años, y escuchas una voz. Hace no mucho te llamabas Ezequiel, tenías treinta y ocho años, y estabas bien. ¿Qué cambió? Ana. La voz comenzó poco después de conocerla y concertar aquella cita con ella. ¡Ana! Una explosión instantánea de euforia recorrió tu cuerpo. Como la combustión de una cabeza de cerillo que en pocos segundos se vuelve llama, restriegas la áspera incertidumbre hasta convertirla en una llama de esperanza. Lo sientes en cada una de las células de tu cuerpo: ella debe ser la clave. “Piensa, piensa”, te repites. Y, poco a poco, recuerdas la primera vez que la viste.

Fue aquella tarde, cuando la observaste a lo lejos entrando a un consultorio, admirabas su cuerpo sensual y su agradable sonrisa. “Hermosa. Tengo que conocerla”. Decidiste seguirla y al entrar en el consultorio y buscarla con la mirada comprobaste que ya no estaba ahí. Al abordar a la recepcionista, aprendiste su nombre: Ana, su profesión: psicóloga, la dirección de su consultorio: el mismo que ocupabas y, armado de valor, con el corazón latiendo a una velocidad que no parecía saludable, decidiste concertar una cita. La cita con la que inició la voz que escuchas. Poco te importó que te cobraran por esa reunión, porque en tu mente tú ya estabas con ella, platicándole de ti, abriendo tu corazón y conociéndola. Estabas seguro de que ustedes dos eran almas gemelas. Destinados el uno para el otro.

Sin embargo, te hicieron pasar y, cuando estuviste frente a ella, cuando te miró con esos ojos esplendorosos, cuando se pasó la mano por su larga cabellera roja, cuando te sonrió, algo dentro de ti se paralizó. Las palabras no salieron y tu cuerpo, como si fuera una vil marioneta que se mueve ante el deseo de un extraño, simplemente se sentó en el sillón. Ella tomó la iniciativa, te preguntó tus miedos, dudas y expectativas, las razones que te habían llevado a estar ahí con ella; ¡pero no se las podías decir! No podías decirle que sólo la buscabas porque sin ella no estarías completo; así que le mencionaste cuanto se te ocurrió: tu vida en soledad, tu trabajo, la relación –o, más bien, la falta de ella– con tus padres, y llegaste a un punto en el que el llanto te inundó. Los problemas que no sabías que existían arremetieron con una fuerza brutal. Cada palabra salida de tu boca sólo te hería más y más, hasta que no quedaron ganas de seguir hablando. O más bien, hasta que el enojo, el miedo y las demás emociones surgidas te bloquearon la memoria. Tus recuerdos se evaporaron y quedaste en blanco, completamente en blanco.

¡Ahora lo recuerdas! La psicóloga, al ver el repentino surgimiento de aquella amnesia, temió que avanzara hasta dejarte completamente hueco, así que decidió probar algo nuevo. Lo único que podría hacer que recobraras la memoria… si todo salía bien.
–¿Sabe usted lo que es la terapia de la hipnosis?
–No estoy seguro. Tu amnesia estaba arrasando con todo. El miedo de perder hasta el conocimiento de tu ser te invadió. ¿Qué estaba pasando?, ¿por qué no podías pensar con claridad?, ¿acaso en ese momento comenzaste a perder la razón?
–No se preocupe, está teniendo un ataque de ansiedad. Sólo recuéstese, relájese y escuche mi voz. Lo guiaré en un viaje a través de su inconsciente.
“Espera un momento”, –brincó el pensamiento en tu mente–, “yo he escuchado sobre la hipnosis. Incluso me han dicho que soy especialmente receptivo”.
–Me parece que ahora viene a mi memoria el hecho de que ya he probado esto de la hipnosis antes, pero no recuerdo bien –le aclaraste.
–No se preocupe, con esta sesión le ayudaré a recuperarse de este colapso nervioso; sólo relájese y escuche mi voz. Escuche mi voz. Se siente cansado –y en efecto, te sentiste cansado–. Tiene sueño –y, de verdad, un sopor se apoderó de ti–. Escúcheme –y aquella voz comienza a oírse lejana, como cuando estás a punto de desmayarte… como un zumbido.
–No me puedo concentrar –dijiste en el más profundo estado de conciencia, el más profundo que jamás un ser humano había experimentado–. Escucho un zumbido en mi cabeza. Y me siento adormecido.
–No se preocupe Ezequiel. Lo que está experimentando es normal.
–No, espere... no sólo está el zumbido, también escucho algo como... como una voz... pero apagada. No estoy seguro, pero creo que se parece mucho a la suya.
–Ezequiel, lo que oyes es mi voz. Escúchame. Trata de ignorar el zumbido.
–No escucho lo que me dice, el zumbido me adormece y opaca su voz.
–Creo que tenemos que detener esto. Eres especialmente receptivo. Dices tener una voz en la cabeza y un zumbido, ¡ponle atención a la voz, antes de que te pierda por completo!
–Ese zumbido. Es como si sufriera de locura. De una locura que estaba ahí dentro, como un monstruo escondiéndose en el clóset, listo para salir en cuanto me descuide. Y el pánico me ha hecho descuidado. Ahora sí sufro de locura. Estoy seguro. Apenas la escucho.
–Ezequiel, ponme atención, te guiaré de regreso. ¡No estás loco! Aunque creas que sí y te lo repitas hasta el cansancio, pero seguro te preguntas: ¿cómo saberlo? Crees estarlo porque de pronto comenzaste a escuchar esa voz, la misteriosa voz que te habla a lo lejos, la tenue voz que dices no entender porque jurarías que con ella se manifiesta un “zumbido” que te adormece sobremanera; sin embargo, eso no prueba absolutamente nada. Deberías relajarte. Incluso esa voz podría ser real...

Peritos

Este cuento pretende ser una caja china o "mise en abyme" (figura en abismo), que es una manera de designar a aquellos textos que duplican elementos, imágenes o conceptos que se refieren al texto mismo.
En este caso, todo el cuento ocurre mientras Ezequiel ya está en estado de hipnosis. Ezequiel conoce a Ana, Ana le da psicoterapia y él descubre muchos asuntos inconclusos del pasado que lo sobreestimulan y le borran la memoria. Ana entonces lo hipnotiza, pero Ezequiel, al ser demasiado receptivo, le pone más atención a la sensación de hipnosis que a la voz de Ana, lo que lo hace perderse; cuando Ana intenta hacerlo recordar (para ayudarlo a salir de la hipnosis), Ezequiel recuerda el cómo fue hipnotizado, generando un estado de hipnosis dentro del estado de hipnosis... y así sucesivamente.
Si entendiste el cuento así, deja un comentario; si no, también deja un comentario explicando qué entendiste y cómo podría mejorarlo para que se entienda lo que quiero.
El cuento está en segunda persona porque en realidad el narrador es Ana, cuando trató de guiar a Ezequiel fuera del estado de hipnosis.

LIMBO

~

Caminaba como cualquier viandante por una calle totalmente desolada. Era como si los habitantes de la ciudad entera de pronto se hubieran mudado a algún lugar aledaño, o un Objeto Volador No Identificado los hubiera raptado a todos menos a mí. El aire estaba quieto, y el sol, aunque brillaba con fuerza sobre mi cabeza, no quemaba. Tampoco hacía frío. Era un clima perfecto. Di vuelta en una esquina, había una parada de autobús cerca. Una cartulina pegada en ésta anunciaba en brillantes colores: 01-800-CASA-DE-DIOS (01-800-2272-33-3467). Era una extraña propaganda. “¿Por qué pondrían la imagen de un teléfono del siglo pasado en ella? ¡En pleno nuevo milenio! Un teléfono celular sería más apropiado, no esa baratija negra tamaño televisión de 40 pulgadas, con el micrófono y el auricular separados uno del otro” pensé. Y entonces, como si el cartel tuviera conciencia y hubiera escuchado mi pensamiento, comenzó a transformarse. Igual que en una película surrealista, el teléfono negro de principios del Siglo XX se convirtió en tinta que salía a borboteos del cartel, se solidificaba, y se transformaba en un celular materializado en medio del aire; y terminada esta metamorfósis, cayó al pavimento, azotándose, pero conservando, intacto, su forma y funcionalidad. “¿Para qué querría yo un celular? Tengo el mío” pensé sin moverme, mientras repasaba con mis manos los bolsillos de mi pantalón.

Vacíos. Estaban vacíos. Era muy extraño, nunca había olvidado mi teléfono celular en años. Me hinqué para recoger el teléfono que se había materializado frente a mí, y al mirar al frente, aún en cuclillas, vi de nuevo la extraña propaganda justo a la altura de mi cabeza. Me levanté con el teléfono en manos, y sabiendo que toda esa experiencia tendría que ser un sueño, marqué.

01-800-2272-33-3467, “Casa de Dios”. Debía ser alguna broma, pero en un sueño, todo es irreal. Mi mente jugando conmigo, y nada más; no hay riesgos. Deseé haber soñado mejor con mi madre. ¡Cuánto la extrañaba! Recordé en ese momento sus últimos días: allí sentada, inconsciente, presente en cuerpo, pero no en espíritu. Era como si fuera ella, pero no lo fuera en realidad. Su mirada perdida en el infinito, como una máquina biológica que conserva funcionalidad, pero carece de esencia.

Mas en esta experiencia no tenía control de la situación. Tan sólo la ventaja de saberme en un sueño. “Buenas tardes”, me responde un interlocutor digitalizado, “estás hablando a la casa de Dios. Si deseas presentar una queja, marca uno. Para agradecimientos y bendiciones, marca dos. Para solicitar milagros, marca tres. Obras de caridad y beneficencia, marca cuatro…”. No pude evitar hacer una mueca exagerada en respuesta a lo que escuchaba. “…Si deseas hablar con alguien viviendo en el Paraíso, marca cinco…”. De nuevo pensé en ella. “Si prefiere esperar a un representante de la Casa de Dios, por favor espere en la línea”. Colgué de inmediato.

Empezaba a disgustarme el sueño, así que decidí hacerme despertar. Un pellizco, y nada. Un golpe en la frente con mi mano extendida, y nada. Mi frente contra el poste de iluminación urbana, y nada. Todo lo anterior ahora con más fuerza, y nada. ¡Qué rabia! Un golpe más, nada. Mi cabeza azotándose constantemente contra la pared de roca del edificio al lado de la estación de autobuses, ¡nada! ¡¿Qué estaba pasando?! Extendí mi brazo y un tremendo gancho en la mandíbula proporcionado por mí mismo me hizo estampar contra el piso, mirada al cielo, espalda contra el pavimento. Ni una pizca de dolor. Era un sueño, era normal no sentir dolor, pero, ¡¿por qué no despertaba?! Y así como estaba, tirado, viendo al cielo, me di cuenta que las nubes cambiaban de forma. Formaban… ¿letras? No… ¡números! 01-800-CASA-DE-DIOS. Allí estaba otra vez, ese número telefónico, y justo a mi lado el celular del cartel que se había materializado y que había tirado accidentalmente debido a la golpiza que yo mismo me propiné.

Lo tomé una vez más, y volví a marcar. Otra vez la grabación. “Buenas tardes. Estás hablando a la casa de Dios. Si deseas presentar una queja…”. Estaba perplejo. No había dolor, pero tanta zarandeada me había confundido. De nuevo pensé en ella. Como una tira cómica, repasaba en mi mente imágenes que daban vida a recuerdos que regresaban a mi mente y la invadían de una forma tan agresiva e imparable como el mismo cáncer que la había agredido a ella, llevándola a lo inevitable. Y cada imagen en mi mente generaba una lágrima más, una emoción más. “…Si deseas hablar con alguien viviendo en el Paraíso, marca cinco”. Y así fue. Marqué el cinco. Se escuchó silencio por unos instantes, y luego comenzó a dar línea. Tan sólo unos segundos, y de nuevo una voz computarizada habló, preguntando el nombre de quién buscaba.

-Mi madre,- respondí -quiero hablar con mi madre.

-Repasando la base de datos…- le prosiguió un silencio. Luego, continuó, con la misma voz de grabación de siempre –no se han encontrado personas con las características proporcionadas. Por favor inténtelo más tarde.

“¡Qué rabia! ¡Tenía que estar allí!” Lo intenté tres, cuatro, cinco veces más, sin éxito. Un gran enojo y una tristeza inconsolable me invadieron. Y conforme mi mente se nublaba, así también se nublaba el cielo. La luz comenzó a irse, y con ese mismo surrealismo con el que el teléfono móvil se materializó frente a mí, los edificios desaparecían conforme los tocaba la sombra que las densas nubes generaban. “¡Para qué tanta propaganda a un teléfono que no me sirve de nada!” Y una vez que los edificios habían desaparecido por completo, las sombras cubriéndolo todo, a mi vista todo en total oscuridad, intenté una última vez hacerme despertar con otro gancho a la mandíbula, que nuevamente me hizo caer de espalda al piso. Estallé en llanto, y con éste, se desató una tormenta. Mi mente estaba totalmente confundida. Como una persona navegando de noche en un océano de tal inmensidad que, para dónde vea, sólo hay mar. Cómo saber qué dirección tomar o hacia dónde navegar si todo está ennegrecido, y lo único que ves es agua.

Y pasados unos minutos de llanto sin consuelo y de repasar las imágenes de mi madre en sus últimos días, sin esperanza, estando allí pero no estándolo, y de enfrentar esa rabia que sentía por habernos dejado, y de incluso culparla por cómo ahora las cosas estaban mal gracias a su ausencia, llegó un momento de claridad. Así como un oasis en un desierto infinito en medio de una tormenta de arena. “Pero qué estoy haciendo… ¿así es como quiero recordarla? ¿En sus momentos en los que la esperanza está muerta y la conciencia ausente?” Y en ese instante, la lluvia cesó, y las nubes, aún densas, abrieron espacio en el cielo para que un solo rayo de luz se colara iluminando el intacto cartel –a pesar de la tormenta- sobre la parada de autobuses. 01-800-CASA-DE-DIOS. Y entonces entendí. Pasé varios minutos más, tal vez horas meditando. Recordando. No me había percatado que mi mente estaba bloqueada. Y todos los fatídicos recuerdos que había tenido de pronto se transformaron en una nostalgia serena, y en remembranzas que traían a mi mente imágenes de los abrazos, las caricias, el apoyo incondicional y cariño que me tenía. Y la dejé ir.

Tomé el celular en mis manos, y con la mirada puesta sobre el cartel en la parada de autobuses, marqué el teléfono que allí venía. Las nubes se aclararon por completo. De nuevo había luz. “Buenas tardes, estás hablando a la casa de Dios…”. Otra vez el conmutador. Mi corazón latía con fuerza esta vez, casi salía de mi pecho, cuando finalmente llegó a la opción que anhelaba. Marqué el cinco, esperé en la línea; “mi madre” respondí de nuevo a la interrogación, y estallé de júbilo al escuchar su voz.

-¡Madre!

Y sólo entonces, desperté.


mr. anderson~

~