–Ya estamos listos –le dijo su hermana, desde el umbral de la puerta.
–Ya voy –le respondió él sin muchos ánimos. Y no era para menos. Desde que su mejor amigo murió, Juanito no quería salir mucho de su habitación. Se sentía muy confundido. No sabía qué estaba pasando. Un buen día, René había amanecido enfermo. “Tal vez estuvo demasiado tiempo al sol ayer”, había dicho su mamá; pero los siguientes dos días, a pesar de no salir a jugar al jardín, decayó hasta que simplemente quedó inmóvil.
–Sólo está dormido, al ratito despierta –argumentaba Juanito para que no lo separaran de su lado. Aún recordaba el choque que le había causado esa cosa que su mamá llamaba “muerte”. ¿Cómo era posible que eso fuera para siempre? Si cada noche toda la gente se va a dormir y al día siguiente despierta sin ningún problema, ¿porqué René ya no iba a despertar? Era ilógico. Tenía que comer, ¿o no? Sin embargo, Juanito se había escabullido a la recámara de sus hermanas la noche anterior. Las había estado observando y notó que aún dormidas se movían. René no. El recuerdo de un René completamente quieto le inundó los ojos con lágrimas. ¡Otra vez!
– ¡Te estamos esperando! –le llamó su hermana, esta vez con desesperación –¡Dice mamá que te apures!
Querían que bajara al jardín porque iban a tener un “sepelio”. Una forma de decir que iban a meter a René en un hoyo bajo la tierra. ¿Cómo iba a salir –pensó– si se despierta? Seguramente le dejarían una puerta por si acaso –pero entonces recordó: “La muerte es para siempre.” Tal vez nadie pensaba que algún día saldría. Y la verdad es que no sabía qué era mejor, porque despertarte en un hoyo lleno de tierra por todos lados debe asustarte mucho. Sobre todo porque si estás enterrado, no vas a poder ver nada.
– ¡JUAN! –gritaron desde abajo.
– ¡YA VOY! –devolvió el grito, con un enojo aparecido de improviso. Ese grito lo había sacado de sus pensamientos, pero recordó tomar una lamparita que su papá le compró en la feria del año pasado y guardársela en el bolsillo–. René la va a necesitar algún día –se dijo en voz alta.
Todos estaban ya alrededor del agujero que alguien –Juanito no sabía quién– había hecho con el tamaño suficiente para que cupiera René con todo y la caja en la que lo habían metido. Su mamá le había entregado una flor para que la arrojara al agujero una vez que la caja tocara el fondo. Se quedó con la mirada fija en la caja, hasta que la depositaron en el fondo, viendo sus bordes, sus colores, su forma, la esquina de la tapa que estaba un poco rota, hasta que su mamá habló:
–Yo sé que extrañaremos a René –dijo, clavando su mirada en los ojos de Juanito–, pero quiero que los que estamos aquí entendamos una cosa (en especial tú, hijo): René se ha ido al cielo. Aunque su cuerpo esté ahí abajo, su alma está feliz porque se fue con Dios. Ya no está enfermo. Ya no le duele nada. Ahora puede saltar contento de nube en nube. Es mucho muy feliz y no quiere que estemos tristes ni que lloremos, porque cuando nosotros nos vayamos al cielo, lo podremos ver otra vez. ¿Entiendes eso, mi amor? –le preguntó– René está feliz y quiere que tú también estés feliz.
Juanito sintió que se formó un nudo en su garganta y que los ojos se inundaban hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. Se sentía mejor. René estaba feliz, y por ahora la pena por su muerte dejó de doler. Lanzó su flor (y la lamparita) sobre la caja, agitó la mano derecha en señal de despedida y se secó las lágrimas.
–Te voy a extrañar –le dijo– fuiste el mejor sapo que un niño pudo tener. Cuando yo me vaya al cielo, prometo buscarte para que podamos jugar juntos.
Y dicho esto, se fue a jugar del otro lado del jardín, pretendiendo ser un sapo que se va al cielo.
–Ya voy –le respondió él sin muchos ánimos. Y no era para menos. Desde que su mejor amigo murió, Juanito no quería salir mucho de su habitación. Se sentía muy confundido. No sabía qué estaba pasando. Un buen día, René había amanecido enfermo. “Tal vez estuvo demasiado tiempo al sol ayer”, había dicho su mamá; pero los siguientes dos días, a pesar de no salir a jugar al jardín, decayó hasta que simplemente quedó inmóvil.
–Sólo está dormido, al ratito despierta –argumentaba Juanito para que no lo separaran de su lado. Aún recordaba el choque que le había causado esa cosa que su mamá llamaba “muerte”. ¿Cómo era posible que eso fuera para siempre? Si cada noche toda la gente se va a dormir y al día siguiente despierta sin ningún problema, ¿porqué René ya no iba a despertar? Era ilógico. Tenía que comer, ¿o no? Sin embargo, Juanito se había escabullido a la recámara de sus hermanas la noche anterior. Las había estado observando y notó que aún dormidas se movían. René no. El recuerdo de un René completamente quieto le inundó los ojos con lágrimas. ¡Otra vez!
– ¡Te estamos esperando! –le llamó su hermana, esta vez con desesperación –¡Dice mamá que te apures!
Querían que bajara al jardín porque iban a tener un “sepelio”. Una forma de decir que iban a meter a René en un hoyo bajo la tierra. ¿Cómo iba a salir –pensó– si se despierta? Seguramente le dejarían una puerta por si acaso –pero entonces recordó: “La muerte es para siempre.” Tal vez nadie pensaba que algún día saldría. Y la verdad es que no sabía qué era mejor, porque despertarte en un hoyo lleno de tierra por todos lados debe asustarte mucho. Sobre todo porque si estás enterrado, no vas a poder ver nada.
– ¡JUAN! –gritaron desde abajo.
– ¡YA VOY! –devolvió el grito, con un enojo aparecido de improviso. Ese grito lo había sacado de sus pensamientos, pero recordó tomar una lamparita que su papá le compró en la feria del año pasado y guardársela en el bolsillo–. René la va a necesitar algún día –se dijo en voz alta.
Todos estaban ya alrededor del agujero que alguien –Juanito no sabía quién– había hecho con el tamaño suficiente para que cupiera René con todo y la caja en la que lo habían metido. Su mamá le había entregado una flor para que la arrojara al agujero una vez que la caja tocara el fondo. Se quedó con la mirada fija en la caja, hasta que la depositaron en el fondo, viendo sus bordes, sus colores, su forma, la esquina de la tapa que estaba un poco rota, hasta que su mamá habló:
–Yo sé que extrañaremos a René –dijo, clavando su mirada en los ojos de Juanito–, pero quiero que los que estamos aquí entendamos una cosa (en especial tú, hijo): René se ha ido al cielo. Aunque su cuerpo esté ahí abajo, su alma está feliz porque se fue con Dios. Ya no está enfermo. Ya no le duele nada. Ahora puede saltar contento de nube en nube. Es mucho muy feliz y no quiere que estemos tristes ni que lloremos, porque cuando nosotros nos vayamos al cielo, lo podremos ver otra vez. ¿Entiendes eso, mi amor? –le preguntó– René está feliz y quiere que tú también estés feliz.
Juanito sintió que se formó un nudo en su garganta y que los ojos se inundaban hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. Se sentía mejor. René estaba feliz, y por ahora la pena por su muerte dejó de doler. Lanzó su flor (y la lamparita) sobre la caja, agitó la mano derecha en señal de despedida y se secó las lágrimas.
–Te voy a extrañar –le dijo– fuiste el mejor sapo que un niño pudo tener. Cuando yo me vaya al cielo, prometo buscarte para que podamos jugar juntos.
Y dicho esto, se fue a jugar del otro lado del jardín, pretendiendo ser un sapo que se va al cielo.
Peritos
Este ejercicio pretende ver la muerte desde los ojos de un niño. Sin importar si la muerte se lleva a una persona o a una mascota, es un misterio para el niño; duda que sea un estado definitivo y, libera sus emociones no procesadas poco a poco, a través del juego.