Cuando hablamos de perfección, decimos que el ser humano es, por definición, un ser imperfecto en busca de esa cualidad, que es única de un ser superior al cual se le conoce con varios nombres, entre ellos “Dios”.
Sin embargo, podemos decir que una persona puede alcanzar la perfección en cierto ámbito, cuando el resultado de dicha actividad alcanza ese mismo grado; es decir, alguien puede ser un escultor perfecto si todas sus esculturas son perfectas; otro más puede ser un pintor perfecto si todas sus obras son perfectas. Todo artista puede alcanzar la perfección si sus creaciones tienen esa cualidad.
Habiendo establecido esto, y bajo la premisa “Dios es perfecto”, podemos concluir sin temor a equivocarnos que toda acción de Dios es, por consiguiente, perfecta. Si el ser humano es una creación de Dios, entonces es posible afirmar que el ser humano es perfecto. Toda acción ejercida por el ser humano debe ser perfecta, ya que el ser humano es por naturaleza perfecto debido a que es una cualidad heredada de nuestro creador, el Dios perfecto. Cualquier imperfección por nuestra parte representaría sin lugar a dudas la existencia de un Dios imperfecto, o por lo menos, parcialmente perfecto.
Así que, cuando otro ser humano te dice que debes comportarte de cierta forma para alcanzar la gloria de Dios, puedes estar seguro que eres tan perfecto como aquél que te lo dice. Tu grado de excelencia no es ni superior ni inferior a la de cualquier otro, y esto siempre es un golpe duro de digerir para el ego, que cree tener siempre la razón a costa del inaceptable error en los demás.
Pues, de ahora en adelante, si observas tus acciones y las ejerces con convicción de estar haciendo lo correcto, puedes estar seguro que Dios, en su infinita perfección, te confeccionó con toda la capacidad –irrenunciable- de obrar inmaculadamente.
Peritos