sábado, 21 de agosto de 2010

FUNERAL

–Ya estamos listos –le dijo su hermana, desde el umbral de la puerta.
–Ya voy –le respondió él sin muchos ánimos. Y no era para menos. Desde que su mejor amigo murió, Juanito no quería salir mucho de su habitación. Se sentía muy confundido. No sabía qué estaba pasando. Un buen día, René había amanecido enfermo. “Tal vez estuvo demasiado tiempo al sol ayer”, había dicho su mamá; pero los siguientes dos días, a pesar de no salir a jugar al jardín, decayó hasta que simplemente quedó inmóvil.
–Sólo está dormido, al ratito despierta –argumentaba Juanito para que no lo separaran de su lado. Aún recordaba el choque que le había causado esa cosa que su mamá llamaba “muerte”. ¿Cómo era posible que eso fuera para siempre? Si cada noche toda la gente se va a dormir y al día siguiente despierta sin ningún problema, ¿porqué René ya no iba a despertar? Era ilógico. Tenía que comer, ¿o no? Sin embargo, Juanito se había escabullido a la recámara de sus hermanas la noche anterior. Las había estado observando y notó que aún dormidas se movían. René no. El recuerdo de un René completamente quieto le inundó los ojos con lágrimas. ¡Otra vez!
– ¡Te estamos esperando! –le llamó su hermana, esta vez con desesperación –¡Dice mamá que te apures!
Querían que bajara al jardín porque iban a tener un “sepelio”. Una forma de decir que iban a meter a René en un hoyo bajo la tierra. ¿Cómo iba a salir –pensó– si se despierta? Seguramente le dejarían una puerta por si acaso –pero entonces recordó: “La muerte es para siempre.” Tal vez nadie pensaba que algún día saldría. Y la verdad es que no sabía qué era mejor, porque despertarte en un hoyo lleno de tierra por todos lados debe asustarte mucho. Sobre todo porque si estás enterrado, no vas a poder ver nada.
– ¡JUAN! –gritaron desde abajo.
– ¡YA VOY! –devolvió el grito, con un enojo aparecido de improviso. Ese grito lo había sacado de sus pensamientos, pero recordó tomar una lamparita que su papá le compró en la feria del año pasado y guardársela en el bolsillo–. René la va a necesitar algún día –se dijo en voz alta.

Todos estaban ya alrededor del agujero que alguien –Juanito no sabía quién– había hecho con el tamaño suficiente para que cupiera René con todo y la caja en la que lo habían metido. Su mamá le había entregado una flor para que la arrojara al agujero una vez que la caja tocara el fondo. Se quedó con la mirada fija en la caja, hasta que la depositaron en el fondo, viendo sus bordes, sus colores, su forma, la esquina de la tapa que estaba un poco rota, hasta que su mamá habló:
–Yo sé que extrañaremos a René –dijo, clavando su mirada en los ojos de Juanito–, pero quiero que los que estamos aquí entendamos una cosa (en especial tú, hijo): René se ha ido al cielo. Aunque su cuerpo esté ahí abajo, su alma está feliz porque se fue con Dios. Ya no está enfermo. Ya no le duele nada. Ahora puede saltar contento de nube en nube. Es mucho muy feliz y no quiere que estemos tristes ni que lloremos, porque cuando nosotros nos vayamos al cielo, lo podremos ver otra vez. ¿Entiendes eso, mi amor? –le preguntó– René está feliz y quiere que tú también estés feliz.
Juanito sintió que se formó un nudo en su garganta y que los ojos se inundaban hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. Se sentía mejor. René estaba feliz, y por ahora la pena por su muerte dejó de doler. Lanzó su flor (y la lamparita) sobre la caja, agitó la mano derecha en señal de despedida y se secó las lágrimas.
–Te voy a extrañar –le dijo– fuiste el mejor sapo que un niño pudo tener. Cuando yo me vaya al cielo, prometo buscarte para que podamos jugar juntos.
Y dicho esto, se fue a jugar del otro lado del jardín, pretendiendo ser un sapo que se va al cielo.


Peritos
Este ejercicio pretende ver la muerte desde los ojos de un niño. Sin importar si la muerte se lleva a una persona o a una mascota, es un misterio para el niño; duda que sea un estado definitivo y, libera sus emociones no procesadas poco a poco, a través del juego.

martes, 22 de junio de 2010

HALLAZGO

Hace algunos días estaba con mi padre, escuchando uno más de los cuentos que me lee cada noche, cuando ese curioso sonido lo interrumpió. Soltó una carcajada y, sin quitar una muy amplia sonrisa, llamó a mi madre. Hicieron gestos, dijeron agugu tata, e incluso, mientras veía su sonrisa desvanecerse poco a poco, me hicieron cosquillas esperando que yo les siguiera el juego; pero mi mente seguía reproduciendo aquel misterioso ruido.

Al día siguiente, cuando estaba jugando con mi muñeco de tela, ese sonido volvió a surgir, difícil de describir. Corto, creciente y con un final abrupto. Parecía iniciar sigilosamente, como el susurro del viento cuando se cuela a escondidas por las rendijas de la ventana, como la repetición de una “u” muy suave. Después comenzaba a tomar cualidades originales. Cambiaba su tonalidad a una “a”, como el canto característico de un ave al graznar. Tenía algo que lo separaba de los demás. Que lo hacía único. Tras eso, inició su incremento en volumen, pero se volvió un fragor que me dio la impresión de sonar a veces como el grito de una mujer o niño cuando se asustan y otras como el de un dragón cuando está siendo atacado por un héroe. Después, adoptó al llegar al clímax, un coraje y fuerza impresionantes para luego sostenerse en un tono alegre, amoroso, vivo… pero miraba a mi alrededor y no veía ninguno de estos elementos. Sólo a mis padres que, clavando la mirada en mí, parecían esperar algo.

En el transcurso de la semana ese sonido se fue haciendo más frecuente, tanto que fue perdiendo importancia, aunque seguía sin saber qué lo causaba. Recordaba lo cambiante que era y su abrupto final, y eso le agregaba prácticamente todo el misterio: su manera tan diversa de presentarse, ora sigilosa, ora especial, triste, alegre, y en un instante deja de existir. Por eso decidí encontrarlo con todas mis fuerzas; y el único patrón que había notado era que sólo se producía cuando jugaba con mi muñeco o cuando me divertía con mis padres, así que esa noche, cuando mi papá me contaba otra de sus historias, me concentré cada vez más en notar su procedencia. Se podría decir que lo quería escuchar antes de que fuera emitido… y de pronto, ¡apareció! Y ahí, por fin, lo atrapé. Descubrí su fuente y la forma de repetirlo. Entendí el por qué era tan cambiante, característico, especial. Lo hice mío, penetré en sus misterios, lo dominé. Y ese día fue grandioso. Fue el día en que, con sólo cuatro meses de edad, reconocí mi propia voz.

Peritos
 Este cuento está inspirado en mi hijo que, al día de hoy, ya cuenta con 13 meses. La idea inicial era tomar un sonido como hilo conductor de una historia. Lo que quiero plasmar en él no es mi asombro -a pesar de ser enorme- por su creciente capacidad y manera en la que va descubriendo tanto su cuerpo y habilidades como las cosas que lo rodean; sino que quiero ensalzar SU asombro y SU maravilla cuando descubre SUS manos, SU voz, etc.
M'hijo: Que tus capacidades -y el mundo en general- jamás dejen de asombrarte y servirte para crecer cada vez más como persona.

viernes, 18 de junio de 2010

Miedo

Aquí va mi primer intento de prosa poética, escrita a las 3.15am, en una noche de insomnio cuando fui invadido por un repentino rush de inspiración.

MIEDO

Miedo de sentir, miedo de vivir, miedo de volar, y con el aire tocar el sol. De que mis alas de ïkaro se derritan con el calor, y azotar en el azul profundo del mar.

Y al despertar veo tu rostro que me mira inexpresivo al otro lado del espejo. No me atrevo a ver tus ojos, pues me dan ganas de llorar. Brillan con una luz tenue que se opaca. Y al opacarse ella, me opaca a mí, me quita el aliento, me impide respirar, me ciega, me impide sentir. Mis sentidos uno a uno se desvanecen.

Y en esa obscuridad, viendo sin ver, tocando sin sentir, probando sin degustar, mi cuerpo poco a poco muere. Mi corazón deja de latir, todo se desvanece, y me encuentro envuelto en un hoyo negro que me absorbe y me guía al otro lado del universo.

Un sueño. Todo es un sueño. Abro los ojos y tengo miedo. Miedo de sentir, miedo de vivir, miedo de volar. De desafiar la gravedad. Y en esa soledad solo siento tu calor: unas alas de angel que me cobijan, me abrigan, me brindan apoyo y me confortan.

¡Quiero unas alas como esas! Que no se derritan al calor del sol. Que me lleven a tocar la estrella donde tú y yo habremos de encontrarnos en un futuro. Donde te busco cada que me siento sólo, para buscar tu calor; donde te busco cada que me siento feliz, para sonreír contigo; donde te busco cada que me siento orgulloso, para que celebres esos triunfos conmigo; donde te busco cada que me siento triste, para recordar tu hombro una vez más, y en él encontrar el consuelo que tanto busco.

Miedo de sentir, miedo de vivir, miedo de volar, y que el aire me lleve más allá de dónde nadie lo ha hecho jamás. A buscar un infinito que se expande, y encontrar en él un sueño que no he podido realizar.

Miedo a la solitud, al desamor, ¡miedo a sentir! Porque sentir lastima, y esas profundas heridas, aunque sanan, dejas cicatrices que ni el tiempo, en su infinito poder, pueden sanar.

Y entonces el corazón se enfría, el corazón se endurece, el corazón cierra las puertas. Y es entonces que surge el miedo: miedo a sentir, miedo a vivir, miedo a volar más allá de dónde Íkaro fue. Porque las caídas duelen, el corazón se lastima, los sentidos se desvanecen, y se entra en un túnel sin final del que parece que nunca se saldrá.

¿Será que estamos destinados a la solitud eterna? Solitud y no soledad. Porque no son lo mismo.

Y frente a una colina veo el mar, veo a la sirena convertida en espuma, veo los restos y las cadenas de Andrómeda que son llevadas hasta la orilla arrastradas por la corriente. Las toco, están frías, y me cobijo con ellas. El cielo se nubla, el aire se enoja, y comienza una tormenta. Y siento miedo, miedo de sentir, miedo de vivir, miedo de volar en un aire que encrispa la piel, ensordece el oído, ciega los ojos.

¿Por qué es que sentir es tan lastimero? Después de años de ignorar al corazón, opacar sus llantos con la razón, cerrar sus puertas y sólo dejarlo latir, por qué es que después de tanto protegerlo, decidí abrirlo, si al final sólo juegan con él. Lo toman entre unas manos que ofrecen seguridad, y cuando por fin decides arriesgarte, lo engañan y lastiman.

Como a un muñeco vudú que le encajan alfileres sin pensar en las consecuencias.

Recuerdo aquella historia de la golondrina que, ingénua, da su sangre, toda ella, y muere para crear la rosa más bella, roja y llena de vida que se haya visto jamás. Rosa que fue cortada por un adolescente enamoradizo para darla a su amada en un intento desesperado de ganar su corazón. Y ella, sin saber el sacrificio que implicó crear aquella magnífica pieza natural, cierra la puerta en su cara, tirando la rosa al piso, deshojándola.

Es imposible generar cariño o afecto. Tiene que surgir y prevalecer de uno mismo, y no importa lo que otros hagan, no se puede forzar. Pero entonces, ¿de qué sirve tanto sacrificio? ¡Es inútil!

Miedo a sentir, miedo a vivir, miedo a volar como esa golondrina que, a pesar de su sacrificio, no logró lo que quería incluso viendo la desesperación de aquel individuo que, como yo, se vio forzado a cerrar su corazón. A enfriarlo y opacarlo con la razón.

Una gota de lluvia toca mi cabeza. Pensaba mucho y sentía poco. Ahora ocurre justo al revés. Malabarista habré de ser, para encontrar un equilibrio difícil de lograr. Para poder permanecer en la cuerda floja sin tener miedo, miedo de sentir, miedo de vivir, miedo de volar.

Porque, aunque vuele sólo, ¡vuelo LIBRE!

mr. anderson~

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lunes, 15 de marzo de 2010

Hebras

“Las decisiones se funden con el viento y se transforman en hilos delgados de color. Se les conoce también como hebras del destino. Las más claras forman hermosos tejidos con figuras asimétricas que fungen como guía imperdible de una ruta escabrosa y de difícil trayecto –la vida. Pero las hebras oscuras caen y se apelmazan en este mismo camino, y forman curvas cerradas y rocas oscuras. Difíciles de ver son. Y entonces el destino como lo conocemos cambia su concepto: No es el camino a recorrer -hado-, sino el lugar a llegar: Todo viaje tiene un destino, que cambia según sus hebras. De nosotros depende entonces tejerlo, y marcar así la ruta; la ruta a nuestro destino. Nuestra propia vida”.

mr. anderson~

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jueves, 18 de febrero de 2010

MI SOL


Reconozco que no soy una persona “ordinaria”: me gustan los juegos de rol –no así los videojuegos–, la música de películas –sin incluir los temas cantados–, una buena conversación –que me obligue a salirme de mis ideas preconcebidas– y las cuestiones espirituales, metafísicas y de iluminación. “Eres raro entre los raros”, me han dicho varias veces, porque cuando estoy con un grupo en particular, no comparto todos los gustos del grupo; porque cuando expongo mis ideas en una conversación, muchas veces se me considera radical o raro en mi forma de tomar decisiones o de llegar a mis conclusiones; porque ayer no sabía hacia dónde iba y hoy sé que busco lo que muchos consideran un ideal que permanece en el horizonte, intangible aunque visible, lejano como el sol… a la misma distancia sin importar cuánto camines. Una utopía. Por momentos me ahogué en el desesperado intento de llegar a esa “normalidad” que todo el mundo anhela –o cree anhelar–. Jamás la encontré. Y cuando por fin creí encontrarla, yo cambié.


Hoy me doy cuenta que en su lugar encontré otro tesoro más valioso. Mi identidad. No una compartida entre varios, sino una única identidad: la amalgama que construyo día a día. Descubrí que al aceptar y abrazar mi forma de ser, dejé de aprobar preceptos o ideas que no me convencían, pero que debían existir por compromiso social. Era único, al igual que el resto del mundo, sólo que yo había aprendido a amar mi unicidad. Los demás preferían confundirse, difuminarse entre las masas, pero si yo lo hago me siento como un bosquejo incompleto a carboncillo, y lo que intento es llegar al color.


Ahora tengo un paso difícil al frente. Me doy cuenta que lo que hago, mi trabajo, mi rutina, mi vida tiene muchos elementos cuya única finalidad es la aceptación en un grupo definido. Ya no me interesan. Deseo separarme de ellos e iniciar mi propio andar, al paso que tenga que ser y por la ruta que yo elija; sin embargo, mi mente me juega trucos y me obliga a pensar en el fracaso: ¿y si no cobras por lo que haces, cómo vas a comer? ¿y si vives en un bosque, tu familia qué va a hacer? ¿y si dejas de trabajar, con qué te vas a sostener? ¿y si hoy no te sientes satisfecho, cómo sabes que algún día lo estarás?


Así que, ¿cómo saber si lo que hago es lo adecuado? ¿Si yo estoy bien o equivocado? Es sencillo: no lo sé, pero algo en mi interior me obliga a, poco a poco, dejar de mirar hacia atrás y reemprender mi marcha en un nuevo sentido. Aún no sé hacia dónde me llevarán mis pies, pero cierro los ojos y ya puedo sentir el viento en mi cara. La libertad. La ausencia de culpa. Por primera vez, me siento con el derecho de ignorar todas esas voces que se repiten en mi cabeza y abrir los brazos de par en par para recibir al destino, para despertar a mi nuevo mundo y abrazar, sin tapujos, mi sol.




Peritos