martes, 22 de diciembre de 2009

Sordera histerizada

SORDERA HISTERIZADA

Nací sordo. Nunca he escuchado y no le reclamo a la vida por ello. Estoy adaptado a una vida donde todo produce si acaso algunas vibraciones en mi cabeza. Zumbidos finos y cortos, agudos y largos, graves y contundentes, pero zumbidos nada más. ¿Música? No sé qué es eso. Tan sólo una idea abstracta que habla de frecuencias que, en conjunto, producen emociones. ¿Ruido? Tampoco sé qué es eso. Vibraciones aleatorias que aturden y desorientan, según el diccionario. ¿Silencio? Podría decirse que lo conozco perfectamente. Pero en realidad, tampoco sé lo que es. ¿Cómo distinguir entre blanco y negro, si sólo conoces el blanco? No se puede. Se necesita un punto de referencia. Una forma de comparar, por así decirlo. Y así, el llanto me es conocido por las lágrimas, pero no por los sollozos; la risa me es conocida por la expresión facial, mas no por las carcajadas; el ulular del aire me es conocido porque lo siento al acariciarme la cara, y sin embargo desconozco el ruido que los árboles hacen al sacudirse cuando sopla el viento… Sólo puedo verlos agitar sus hojas, y notar como éstas vuelan en un azar impredecible cuando el aire las arranca de sus ramas y las lleva a tocar las nubes, a veces el sol, y luego azotarse contra el piso. Como pequeños Ícaros con alas temporales que se derriten al calor del sol, para luego caer y marchitarse.

Y perdido en mis pensamientos, se acerca a la ventana un jilguero. Veo su cuello gorgotear, asumo que canta. Pero en mi cabeza es sólo un zumbido más. Una pequeña vibración armónica que me dice que está cantando, pero no más. Curiosa experiencia, que un ave de tan peculiar y bello canto –así lo dicen los libros- venga a visitar a un hombre que anhela escucharlo, pero no puede. Se acerca demasiado a mí, sin miedo. Sorprendido por la confianza del ave hacia mí, tomo mi sombrero y abrigo y salgo por la puerta más cercana a la ventana donde permanece el ave. Me acerco hasta ella, extiendo mi mano, se deja tocar, y luego emprende el vuelo otra vez, haciendo círculos sobre mi cabeza al principio, y marcando una ruta después. Corro detrás de ella, ensimismado, sin pensar en nada más, viéndola a ella y a ella sola. La sigo.

* * * *

Cada día me vuelvo un poco más loco. Un poco de mi cordura desaparece cada día que pasa en esta casa en dónde mis hijos se despiertan con berrinches, pleitos y gritos antes de partir al kinder y la primaria. “¡Papá, Luisito no me quiere prestar sus colores!” “¡Papá, Ernesto me pegó!” “¡Papá, Gema no sale del baño y necesito hacer pipí!” “¡Papá, ya se acabó la leche!” ¡Papá, papá, papá…! Cinco hijos de muy corta edad y viviendo en una casa tan pequeña, ¡qué desastre! Acompañan a las quejas interminables, los gritos y los pleitos, el escándalo de Jeremías, un fastidioso chihuahueño cuyo ladrido es tan agudo y enervante, que perfora el oído como ni el taladro más potete del mundo podría lograr sobre una calle de pavimento. Y finalmente, están las eternas quejas de mi esposa: sus celos infundados, los reclamos por las cervezas nocturnas con los compañeros de trabajo, las quejas de todo lo que falta en la casa y la educación de los hijos; “¡no me entiendes! ¡Ya no me quieres! ¡Dices que tú trabajas como burro, pero ¿quién educa a tus hijos?! ¡¿Quién los lleva y trae de la escuela?! ¿¡Y yo qué?!”.

Huyo despavorido de ese ambiente. Nunca creí que tanto grito, llanto, reclamo y queja fuera tan insoportable. Mi cordura se estaba fugando por mis oídos. Y errado estaba al pensar que el camino rumbo al trabajo sería un momento de paz. Antes de subir pienso en mi troca desvielada haciendo más ruido que un volcán en erupción. Ni el Paricutín había llegado a tantos decibeles. Pero no tenía para pagar algo más. Me adecuaba a lo que tenía. Y por si fuera poco, trabajar como operador en la línea de producción de la empresa sumaba a mi cabeza la cantidad exacta de ruido que me llevaba a perder la cordura. ¡Me rehúso a abordar el camino al trabajo! ¡Requiero un momento de paz!

Ese día en particular, al salir huyendo de mi casa como cada mañana, y antes de iniciar el purgatorio del camino para llegar al infierno del trabajo, un jilguero vuela hasta el techo de la troca. Canta hermosamente. Por primera vez en mucho tiempo escucho un sonido, una música, que no era ruido. Contiene una armonía tan hermosa y apacible que me lleva, de manera inconciente, a extender la mano y tocar al ave. Abstraído, veo como el ave se deja acariciar para luego emprender vuelo, con su hermosa melodía aún en el aire, a lo lejos, y volando en círculos sobre mi cabeza, me incita a seguirla. Así lo hago, y comienzo a correr tras ella.

* * * *

Alfonso y Eduardo iban tras un ave imaginaria. Dos hombres corrían por la ciudad, cada uno viniendo de extremos opuestos, siguiendo a un ave que existía sólo para sus ojos, guiados por una melodía tan perfecta, que Santa Cecilia misma estaría celosa. Corrieron, sin cansarse, atravesando calles, interponiéndose insensatamente en el camino de autos que frenaban al improvisto de un peatón imprudente que corría sin fijarse. Corrieron, y corrieron, y corrieron… De momento fueron ciegos a todo lo que a su alrededor transcurría. Su mente estaba en el jilguero y en el jilguero solo, sus oídos, los de Eduardo al menos, puestos en la melodía. Para Alfonso no era más que un mero zumbido que se filtraba por su cráneo. Y a pesar de ser un zumbido y nada más, fue suficiente para atraparlo y llevarlo a un estado casi catatónico de ser.

Se acercaban uno al otro. Las aves imaginarias los guiaban al mismo lugar. Se encontrarían de frente. Seguían corriendo. Estaban cada vez más cerca. No frenaban. Tan sólo unos metros los apartaban, y seguían hipnotizados por el canto –zumbido- del ave. Estaban de frente, ¡y seguían corriendo! ¡Zaz! Onomatopeya de un choque entre dos hombres. Ambos cayeron al piso, sobándose la cabeza, de vuelta en el mundo real. De inmediato voltearon hacia arriba: el canto-zumbido del ave había desaparecido junto con ésta. Se vieron extrañados uno al otro, y aún aturdidos, se levantaron, sacudieron, ignoraron, y comenzaron el camino de regreso, espalda con espalda.

Eduardo regresó a su casa. Era muy tarde para llegar al trabajo. Entró, y todo estaba en silencio. Su mujer se acercó hacia él con un gesto gruñón y el dedo levantado en su contra, y la veía gesticular en un notorio fastidio, pero no escuchaba nada. Sólo zumbidos.

Alfonso por fin descubrió lo que el silencio representaba en realidad.

Ambos fueron felices.

mr. anderson


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Moría de curiosidad

Yo no quería ir. Le dije a Laura en la mañana, pero ella necia y necia que debíamos ir a recoger las cajas. Decía que era nuestro deber ya que la señora Martínez se había tomado la molestia de venir a darnos las llaves. ¿Para qué tenia que ir yo?, si no me acordaba de él, su nombre me era muy familiar, pero sólo eso; ni su ojos, ni sus rasgos, nada venía a mi mente. Aunque para ser sincera me daba repugnancia oír su nombre.

Finalmente llegamos. ¡Una hora de camino! -Hace tiempo que no veníamos a esta zona de la ciudad-, me dijo Laura. – Vaya que han pasado los años, la casa lucía mejor de naranja, no me gusta como se ve de verde –, analizaba Laura la casa. Yo no me acordaba si la casa era verde o naranja, de verdad no me acordaba de nada, y no entiendo por qué acompañé a Laura si tenía tantas cosas que hacer. Además, no entiendo por qué si mi memoria es casi perfecta no puedo recordar la casa, ni lo que había adentro y mucho menos al señor que vivía en ella. Sólo se que fue hace veinte años, en mi infancia, tendría seis u ocho años

Laura sacó las llaves y abrió la puerta, se escuchó el rechinar de la puerta, en ese momento el tiempo se detuvo, mi mente trabajaba y trabajaba. Cientos de imágenes desfilaban por mi mente, sonrisas, llantos, caricias, golpes…Ahí esta es el señor, ya lo recuerdo, la tez pálida, sus ojos negros, esa sonrisa que parece malvada, en su cara no encontraba ni la más mínima expresión de gestos humanos.

-¡Hey!, no te quedes ahí parada, pasa, no quiero estar aquí todo el día-, me insistió Laura mientras veía con repulsión el polvo que invadía la habitación.
Entré a la habitación un poco confundida, en eso Laura cerró la puerta, el rechinar otra vez, ese sonido era de una madera pesada. Al principio era el rechinar de la bisagra y finalmente la madera raspaba el suelo. Ese sonido me atormentaba de sobremanera. Como sí hace algunos años ese sonido hubiera sido la mayor pena o el mayor alivio de mi vida. El sonido más temido y a la vez el más esperado.

Entramos a la casa, estaba todo sucio, se notaba que nadie la había limpiado en mucho tiempo. Laura me dijo que la señora Martínez había ordenado las cosas que dejó el señor Martínez. En la esquina había dejado unas cuantas pertenecías que seguramente nos serviría más a nosotras que a una casa de beneficencia. – Deben ser éstas, aquí están nuestros nombres –, dijo Laura. Moría de curiosidad por saber qué tendría dentro, ¿por qué la señora Martínez quería que nosotras las conserváramos? Y ¿por qué ella no nos lo había llevado personalmente, en lugar de sólo llevarnos las llaves? Eran sólo dos cajas y estaban bien chiquitas, no le hubiera costado tanto trabajo llevárnoslas. Volteaba a todos lados intentando recordar algo, todo me era familiar y supe que ya había estado ahí, pero no conseguía obtener ninguna vivencia clara. Mientras yo inspeccionaba la casa Laura abrió las cajas; había papeles, cartas, fotos.
Los señores Martínez nunca había tenido hijos, cuando yo era pequeña mis papas me dejaba con ella, para que me cuidara en las tardes. Cuando tenia nueve años, mi mamá me contó que yo tenía muchos problemas en la escuela y en la casa, era muy grosera con todos. Por eso mi mamá decidió quedarse en las tardes conmigo, para educarme correctamente y que dejara de ser tan conflictiva.
Contemplaba desde lejos cómo Laura veía los papeles; la expresión de Laura era de asco cuando sacó unas fotos de un sobre azul, me volteó a ver. Su mirada era de terror. Tomó las fotos y se dirigió así mí.
¿De verdad no recuerdas al señor Martínez? Me preguntó.
No, ya te dije que no me acuerdo de nada, Laura parecía enojada conmigo, como si pensará que le estuviera mintiendo.
Vámonos de aquí, no quiero nada de ese señor, ¡vámonos ya! Ella lucia como toda una neurótica.
¿Y las cajas, Laura?
No, déjalas, no queremos tener nada de esa basura, no quiero saber nada de aquel señor que a pesar de muerto nos sigue haciendo daño.
No entendía lo que había descubierto Laura, ella sentía pena por mí, su mirada me decía miles de cosas, desde compasión o lástima, hasta felicidad y tristeza. Yo le pedía explicación, quería que me dijera qué había pasado en ese cuarto.
Ella sólo me decía que no valía la pena que recordar, yo quería saberlo, de verdad quería recordar. Sólo sabía que mi piel se había erizado desde el momento que abrió la puerta.

Llegamos a la entrada, Laura abrió la puerta decidida a salir de aquel lugar para nunca volver, ¡de nuevo el rechinar de esa maldita puerta!
De mis ojos corrieron varias lágrimas, finalmente lo había recordado.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Ernest el pato y Lydia la castora

“Decir que todos somos normales es otra manera de decir que en realidad no lo somos”. ¿Quién decide qué es normal y qué no? ¿O qué está bien y qué está mal? Vivimos en un mundo totalmente relativo en donde lo que está bien y lo que está mal queda muy al juicio de cada quién. En donde lo hermoso y lo feo fluctúa por encima y debajo de una línea imaginaria que existe sólo en la mente de los que habitan este mismo mundo. Y bajo ese esquema, lo que para muchos es tan bello que quita el aliento, para otros esa belleza y atracción simplemente no es concebible. Así les ocurrió a Ernest el pato, y Lydia la castora.

Ernest era un pato como cualquier otro. Despertaba con la inmediata necesidad de acicalar sus blancas plumas con su perfectamente redondeado pico, y pasaba horas enteras de la mañana con el cuello erguido, pululando, orgulloso de su belleza, en el lago, al lado de sus familiares los patos, a veces agitando las alas, a veces emprendiendo un pequeño vuelo para sentir el viento entre sus plumas, a veces zambulléndose por un bocado y de regreso a la superficie para de nuevo acomodar sus plumas.

Sin embargo, sus hermanos y familiares notaban alguna rareza en él difícil de nombrar. Él mismo no lo sabía, desconocía su propia realidad.

Un día en particular, despertó, y habiendo acicalado su plumaje, emprendió vuelo para refrescar su rostro, extender los músculos, abrir las alas, y disfrutar del viento escabullirse por entre sus plumas, y notó en ese instante, que el viento soplaba para el este, y no el norte, si acaso un poco más fuerte de lo que generalmente lo hacía. Decidió ser espontáneo, y dejarse llevar. Se alejó de sus familiares los patos, y a cinco minutos de vuelo, encontró una presa construida por la Sociedad de Castores Constructores a medio Río La Romba. Se maravilló de la particular destreza que poseían para hacer este tipo de construcciones, y entonces dudó de su propia existencia en el mundo. Él sólo vivía y servía para ser bello, orgulloso –más nunca pedante- de sus plumas tan blancas como la nieve en las tundras, su pico que brillaba cuando el sol lo tocaba de frente, y sus alas que vibraban al primer roce de aire.

Se acercó a la presa, y en las lejanías vio a una castora de particular belleza. Se extrañó, pues por ella sentía una atracción que no sentía ni por la patita más bella con la que él vivía, y se acercó.

-Soy Lydia- le respondió a una obvia pregunta. Se quedaron platicando hasta que el sol se puso, filosofando de la vida, el río, el sol, y el repentino cambio de dirección del viento que aparentemente nadie más había notado. Regresó con los suyos entrada la noche, y evitó dar explicaciones. Se limitó a platicar que había repentinamente decidido ir a explorar un poco más allá.

Varios días transcurrieron así. El viento regresó a su dirección cotidiana, pero él ya sabía el camino hasta la presa de memoria. Lydia le hizo entender como a él le atraía su particular belleza, y Ernest le explicó a ella como a él le parecía particularmente interesante el trabajo que allí realizaban.

-Todos tenemos un propósito en el mundo- le dijo ella. –El mío es construir presas, hacer que el río conserve su flujo natural de agua, y rama a rama, es un trabajo del que me siento orgulloso. El tuyo, sin embargo, es ser bello. Tú puedes nadar con elegancia en esas aguas porque yo evito que el río se vaya fuera de flujo. Si yo no hiciera bien mi trabajo, tú no podrías nadar allí. Si tú no nadaras allí, mi trabajo carecería de objetivo. Es un equilibrio perfectamente planeado y del que ambos tenemos que estar orgullosos.

Y como ésta, varias pláticas transcurrieron así, creando un vínculo tan cercano e irrompible entre ambos, que terminó por llevarlos a enamorarse uno del otro.

Cuando Ernest lo dijo a su familia los patos, de inmediato fue desterrado. Era inconcebible, una agresión contra los suyos, anormal, raro. Cuando Lyda lo dijo a su familia los castores, fue igualmente desterrada. Era ‘incastor’, la más grande traición y humillación contra los de su especie, anormal, raro. Así que ambos, viéndose en la misma situación, decidieron dejar sus respectivos lugares que los habían visto crecer, que extrañarían, pero que tenían que dejar atrás. Algo mejor los esperaba.

Y pasados un par de años, la naturaleza les brindó el más grande tesoro que pudiera recibir cualquiera: un hijo. El primero de su especie que jamás existió en el mundo. Una de las criaturas más poco comunes en el planeta, pero fascinantemente bellas. Llenas de un encanto y una particularidad que ningún otro en el mundo poseía. Y lo llamaron “Ornitorrinco”.


mr. anderson~


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miércoles, 18 de noviembre de 2009

DESPEDIDA

Noviembre 10, 1888. Londres, Inglaterra

Querido Jack:

Me voy. Para cuando leas esta carta ya estaré lejos. No intentes buscarme. Sería inútil. Hemos estado ya mucho tiempo juntos, desde que el destino unió nuestros caminos en aquel consultorio que está sobre la calle Whitechapel High; sin embargo, hace unos meses, tu obsesión por aquellas mujeres se desbordó por completo.

Desde siempre has sentido fascinación por ese estilo de vida y por el uso que le dan a su cuerpo, e irónicamente comenzaste a visitarlas cuando, en alguna parte de tu mente, rechazabas su comportamiento. Parecía que el asunto sería pasajero, pero esas visitas y las fantasías que te generaban fueron ocupando la mayor parte de tu tiempo. Comenzaste a dejar de ser tú. Te transformaste. Al principio ibas solo, únicamente para satisfacer tus deseos. Luego comenzaste a llevarme contigo. Sólo me tocabas de vez en cuando mientras ellas te hacían disfrutar. A las pocas semanas, comenzaste a tomarme cada vez con más fuerza, a veces aún con ellas en la habitación, pero te molestaba que notaran mi presencia. Era asfixiante. Inapropiado. No obstante, el verdadero problema comenzó cuando me impulsaste a matarlas.

Dejaste de buscar sólo su compañía. Querías también partes de ellas. Algún “recuerdo”. Tu modus operandi cambió. Tú iniciaste siempre la seducción. Te gustaba disfrutar de ellas mientras yo aguardaba, inmóvil. Y luego, un día, sin aviso y con un solo movimiento me obligaste a rajar el cuello de una de esas desdichadas. ¡Yo no debí hacerlo! Chorros de sangre brotaron de su garganta. Un intento de grito se ahogó entre tanto líquido carmesí y sus ojos, impregnados de pavor, perdieron su vitalidad.

Desde entonces te gustó tanto que lo repetiste con las demás. ¡Y me estabas arrastrando a ese infierno sanguinario contigo! En los asesinatos posteriores, tras degollarlas, cuando ya no había más sangre que verter, sentía tu mano forzándome a sacar uno a uno los intestinos y órganos, incluyendo el útero. Ésos que te gustaba coleccionar. Una y otra vez fui destruyendo vidas. ¡Por tu culpa! Era repugnante, tan contradictorio. Yo no debería matar, al contrario, se supone que debo vencer o por lo menos ayudar a aplazar la muerte; y junto a ti lo único que lograba era la destrucción. Simplemente no puedo seguir así. Con cada una de esas prostitutas terminé nadando en sangre. Fue asqueroso.

Así que hoy, me pierdo. Te prometo que nadie me encontrará jamás. Ya no tiene sentido mi existencia en este mundo. Me has corrompido. He desgarrado la piel de esas mujeres, pero no por el motivo correcto. Ojalá y mi ausencia te detenga, porque de esa manera, por lo menos habré sido útil.

Adiós.
Tu escalpelo.

Peritos.
Este ejercicio buscaba que un objeto cortante fuera el narrador. Decidí hacer una historia del famosísimo Jack el Destripador. El escalpelo era el instrumento utilizado en aquella época por los médicos y se cree que un instrumento así fue el arma homicida. La carta está escrita un día después del último asesinato que se le atribuye al asesino (creando así la idea de que debido a su pérdida, Jack dejó de matar) y, como detalle extra, el escalpelo cumple su promesa de permanecer perdido, ya que nunca se encontró el arma con la que fueron degolladas las prostitutas.


miércoles, 7 de octubre de 2009

LA CITA

¡No estás loco! Aunque creas que sí y te lo repitas hasta el cansancio, pero seguro te preguntas: ¿cómo saberlo? Crees estarlo porque de pronto comenzaste a escuchar esa voz, la misteriosa voz que te habla a lo lejos, la tenue voz que dices no entender porque jurarías que con ella se manifiesta un “zumbido” que te adormece sobremanera; sin embargo, eso no prueba absolutamente nada. Deberías relajarte. Incluso esa voz podría ser real.

Sabes que te sientes frustrado por no tener la certeza de tus capacidades mentales, y sospechas que el buen juicio te abandona por lo que escuchas; así que, para tranquilizarte, ¿por qué no intentas rememorar tu historia desde el principio? Busca cualquier detalle que te pueda hacer recobrar mágicamente la confianza en tu raciocinio.

Te llamas Ezequiel, tienes treinta y ocho años, y escuchas una voz. Hace no mucho te llamabas Ezequiel, tenías treinta y ocho años, y estabas bien. ¿Qué cambió? Ana. La voz comenzó poco después de conocerla y concertar aquella cita con ella. ¡Ana! Una explosión instantánea de euforia recorrió tu cuerpo. Como la combustión de una cabeza de cerillo que en pocos segundos se vuelve llama, restriegas la áspera incertidumbre hasta convertirla en una llama de esperanza. Lo sientes en cada una de las células de tu cuerpo: ella debe ser la clave. “Piensa, piensa”, te repites. Y, poco a poco, recuerdas la primera vez que la viste.

Fue aquella tarde, cuando la observaste a lo lejos entrando a un consultorio, admirabas su cuerpo sensual y su agradable sonrisa. “Hermosa. Tengo que conocerla”. Decidiste seguirla y al entrar en el consultorio y buscarla con la mirada comprobaste que ya no estaba ahí. Al abordar a la recepcionista, aprendiste su nombre: Ana, su profesión: psicóloga, la dirección de su consultorio: el mismo que ocupabas y, armado de valor, con el corazón latiendo a una velocidad que no parecía saludable, decidiste concertar una cita. La cita con la que inició la voz que escuchas. Poco te importó que te cobraran por esa reunión, porque en tu mente tú ya estabas con ella, platicándole de ti, abriendo tu corazón y conociéndola. Estabas seguro de que ustedes dos eran almas gemelas. Destinados el uno para el otro.

Sin embargo, te hicieron pasar y, cuando estuviste frente a ella, cuando te miró con esos ojos esplendorosos, cuando se pasó la mano por su larga cabellera roja, cuando te sonrió, algo dentro de ti se paralizó. Las palabras no salieron y tu cuerpo, como si fuera una vil marioneta que se mueve ante el deseo de un extraño, simplemente se sentó en el sillón. Ella tomó la iniciativa, te preguntó tus miedos, dudas y expectativas, las razones que te habían llevado a estar ahí con ella; ¡pero no se las podías decir! No podías decirle que sólo la buscabas porque sin ella no estarías completo; así que le mencionaste cuanto se te ocurrió: tu vida en soledad, tu trabajo, la relación –o, más bien, la falta de ella– con tus padres, y llegaste a un punto en el que el llanto te inundó. Los problemas que no sabías que existían arremetieron con una fuerza brutal. Cada palabra salida de tu boca sólo te hería más y más, hasta que no quedaron ganas de seguir hablando. O más bien, hasta que el enojo, el miedo y las demás emociones surgidas te bloquearon la memoria. Tus recuerdos se evaporaron y quedaste en blanco, completamente en blanco.

¡Ahora lo recuerdas! La psicóloga, al ver el repentino surgimiento de aquella amnesia, temió que avanzara hasta dejarte completamente hueco, así que decidió probar algo nuevo. Lo único que podría hacer que recobraras la memoria… si todo salía bien.
–¿Sabe usted lo que es la terapia de la hipnosis?
–No estoy seguro. Tu amnesia estaba arrasando con todo. El miedo de perder hasta el conocimiento de tu ser te invadió. ¿Qué estaba pasando?, ¿por qué no podías pensar con claridad?, ¿acaso en ese momento comenzaste a perder la razón?
–No se preocupe, está teniendo un ataque de ansiedad. Sólo recuéstese, relájese y escuche mi voz. Lo guiaré en un viaje a través de su inconsciente.
“Espera un momento”, –brincó el pensamiento en tu mente–, “yo he escuchado sobre la hipnosis. Incluso me han dicho que soy especialmente receptivo”.
–Me parece que ahora viene a mi memoria el hecho de que ya he probado esto de la hipnosis antes, pero no recuerdo bien –le aclaraste.
–No se preocupe, con esta sesión le ayudaré a recuperarse de este colapso nervioso; sólo relájese y escuche mi voz. Escuche mi voz. Se siente cansado –y en efecto, te sentiste cansado–. Tiene sueño –y, de verdad, un sopor se apoderó de ti–. Escúcheme –y aquella voz comienza a oírse lejana, como cuando estás a punto de desmayarte… como un zumbido.
–No me puedo concentrar –dijiste en el más profundo estado de conciencia, el más profundo que jamás un ser humano había experimentado–. Escucho un zumbido en mi cabeza. Y me siento adormecido.
–No se preocupe Ezequiel. Lo que está experimentando es normal.
–No, espere... no sólo está el zumbido, también escucho algo como... como una voz... pero apagada. No estoy seguro, pero creo que se parece mucho a la suya.
–Ezequiel, lo que oyes es mi voz. Escúchame. Trata de ignorar el zumbido.
–No escucho lo que me dice, el zumbido me adormece y opaca su voz.
–Creo que tenemos que detener esto. Eres especialmente receptivo. Dices tener una voz en la cabeza y un zumbido, ¡ponle atención a la voz, antes de que te pierda por completo!
–Ese zumbido. Es como si sufriera de locura. De una locura que estaba ahí dentro, como un monstruo escondiéndose en el clóset, listo para salir en cuanto me descuide. Y el pánico me ha hecho descuidado. Ahora sí sufro de locura. Estoy seguro. Apenas la escucho.
–Ezequiel, ponme atención, te guiaré de regreso. ¡No estás loco! Aunque creas que sí y te lo repitas hasta el cansancio, pero seguro te preguntas: ¿cómo saberlo? Crees estarlo porque de pronto comenzaste a escuchar esa voz, la misteriosa voz que te habla a lo lejos, la tenue voz que dices no entender porque jurarías que con ella se manifiesta un “zumbido” que te adormece sobremanera; sin embargo, eso no prueba absolutamente nada. Deberías relajarte. Incluso esa voz podría ser real...

Peritos

Este cuento pretende ser una caja china o "mise en abyme" (figura en abismo), que es una manera de designar a aquellos textos que duplican elementos, imágenes o conceptos que se refieren al texto mismo.
En este caso, todo el cuento ocurre mientras Ezequiel ya está en estado de hipnosis. Ezequiel conoce a Ana, Ana le da psicoterapia y él descubre muchos asuntos inconclusos del pasado que lo sobreestimulan y le borran la memoria. Ana entonces lo hipnotiza, pero Ezequiel, al ser demasiado receptivo, le pone más atención a la sensación de hipnosis que a la voz de Ana, lo que lo hace perderse; cuando Ana intenta hacerlo recordar (para ayudarlo a salir de la hipnosis), Ezequiel recuerda el cómo fue hipnotizado, generando un estado de hipnosis dentro del estado de hipnosis... y así sucesivamente.
Si entendiste el cuento así, deja un comentario; si no, también deja un comentario explicando qué entendiste y cómo podría mejorarlo para que se entienda lo que quiero.
El cuento está en segunda persona porque en realidad el narrador es Ana, cuando trató de guiar a Ezequiel fuera del estado de hipnosis.

LIMBO

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Caminaba como cualquier viandante por una calle totalmente desolada. Era como si los habitantes de la ciudad entera de pronto se hubieran mudado a algún lugar aledaño, o un Objeto Volador No Identificado los hubiera raptado a todos menos a mí. El aire estaba quieto, y el sol, aunque brillaba con fuerza sobre mi cabeza, no quemaba. Tampoco hacía frío. Era un clima perfecto. Di vuelta en una esquina, había una parada de autobús cerca. Una cartulina pegada en ésta anunciaba en brillantes colores: 01-800-CASA-DE-DIOS (01-800-2272-33-3467). Era una extraña propaganda. “¿Por qué pondrían la imagen de un teléfono del siglo pasado en ella? ¡En pleno nuevo milenio! Un teléfono celular sería más apropiado, no esa baratija negra tamaño televisión de 40 pulgadas, con el micrófono y el auricular separados uno del otro” pensé. Y entonces, como si el cartel tuviera conciencia y hubiera escuchado mi pensamiento, comenzó a transformarse. Igual que en una película surrealista, el teléfono negro de principios del Siglo XX se convirtió en tinta que salía a borboteos del cartel, se solidificaba, y se transformaba en un celular materializado en medio del aire; y terminada esta metamorfósis, cayó al pavimento, azotándose, pero conservando, intacto, su forma y funcionalidad. “¿Para qué querría yo un celular? Tengo el mío” pensé sin moverme, mientras repasaba con mis manos los bolsillos de mi pantalón.

Vacíos. Estaban vacíos. Era muy extraño, nunca había olvidado mi teléfono celular en años. Me hinqué para recoger el teléfono que se había materializado frente a mí, y al mirar al frente, aún en cuclillas, vi de nuevo la extraña propaganda justo a la altura de mi cabeza. Me levanté con el teléfono en manos, y sabiendo que toda esa experiencia tendría que ser un sueño, marqué.

01-800-2272-33-3467, “Casa de Dios”. Debía ser alguna broma, pero en un sueño, todo es irreal. Mi mente jugando conmigo, y nada más; no hay riesgos. Deseé haber soñado mejor con mi madre. ¡Cuánto la extrañaba! Recordé en ese momento sus últimos días: allí sentada, inconsciente, presente en cuerpo, pero no en espíritu. Era como si fuera ella, pero no lo fuera en realidad. Su mirada perdida en el infinito, como una máquina biológica que conserva funcionalidad, pero carece de esencia.

Mas en esta experiencia no tenía control de la situación. Tan sólo la ventaja de saberme en un sueño. “Buenas tardes”, me responde un interlocutor digitalizado, “estás hablando a la casa de Dios. Si deseas presentar una queja, marca uno. Para agradecimientos y bendiciones, marca dos. Para solicitar milagros, marca tres. Obras de caridad y beneficencia, marca cuatro…”. No pude evitar hacer una mueca exagerada en respuesta a lo que escuchaba. “…Si deseas hablar con alguien viviendo en el Paraíso, marca cinco…”. De nuevo pensé en ella. “Si prefiere esperar a un representante de la Casa de Dios, por favor espere en la línea”. Colgué de inmediato.

Empezaba a disgustarme el sueño, así que decidí hacerme despertar. Un pellizco, y nada. Un golpe en la frente con mi mano extendida, y nada. Mi frente contra el poste de iluminación urbana, y nada. Todo lo anterior ahora con más fuerza, y nada. ¡Qué rabia! Un golpe más, nada. Mi cabeza azotándose constantemente contra la pared de roca del edificio al lado de la estación de autobuses, ¡nada! ¡¿Qué estaba pasando?! Extendí mi brazo y un tremendo gancho en la mandíbula proporcionado por mí mismo me hizo estampar contra el piso, mirada al cielo, espalda contra el pavimento. Ni una pizca de dolor. Era un sueño, era normal no sentir dolor, pero, ¡¿por qué no despertaba?! Y así como estaba, tirado, viendo al cielo, me di cuenta que las nubes cambiaban de forma. Formaban… ¿letras? No… ¡números! 01-800-CASA-DE-DIOS. Allí estaba otra vez, ese número telefónico, y justo a mi lado el celular del cartel que se había materializado y que había tirado accidentalmente debido a la golpiza que yo mismo me propiné.

Lo tomé una vez más, y volví a marcar. Otra vez la grabación. “Buenas tardes. Estás hablando a la casa de Dios. Si deseas presentar una queja…”. Estaba perplejo. No había dolor, pero tanta zarandeada me había confundido. De nuevo pensé en ella. Como una tira cómica, repasaba en mi mente imágenes que daban vida a recuerdos que regresaban a mi mente y la invadían de una forma tan agresiva e imparable como el mismo cáncer que la había agredido a ella, llevándola a lo inevitable. Y cada imagen en mi mente generaba una lágrima más, una emoción más. “…Si deseas hablar con alguien viviendo en el Paraíso, marca cinco”. Y así fue. Marqué el cinco. Se escuchó silencio por unos instantes, y luego comenzó a dar línea. Tan sólo unos segundos, y de nuevo una voz computarizada habló, preguntando el nombre de quién buscaba.

-Mi madre,- respondí -quiero hablar con mi madre.

-Repasando la base de datos…- le prosiguió un silencio. Luego, continuó, con la misma voz de grabación de siempre –no se han encontrado personas con las características proporcionadas. Por favor inténtelo más tarde.

“¡Qué rabia! ¡Tenía que estar allí!” Lo intenté tres, cuatro, cinco veces más, sin éxito. Un gran enojo y una tristeza inconsolable me invadieron. Y conforme mi mente se nublaba, así también se nublaba el cielo. La luz comenzó a irse, y con ese mismo surrealismo con el que el teléfono móvil se materializó frente a mí, los edificios desaparecían conforme los tocaba la sombra que las densas nubes generaban. “¡Para qué tanta propaganda a un teléfono que no me sirve de nada!” Y una vez que los edificios habían desaparecido por completo, las sombras cubriéndolo todo, a mi vista todo en total oscuridad, intenté una última vez hacerme despertar con otro gancho a la mandíbula, que nuevamente me hizo caer de espalda al piso. Estallé en llanto, y con éste, se desató una tormenta. Mi mente estaba totalmente confundida. Como una persona navegando de noche en un océano de tal inmensidad que, para dónde vea, sólo hay mar. Cómo saber qué dirección tomar o hacia dónde navegar si todo está ennegrecido, y lo único que ves es agua.

Y pasados unos minutos de llanto sin consuelo y de repasar las imágenes de mi madre en sus últimos días, sin esperanza, estando allí pero no estándolo, y de enfrentar esa rabia que sentía por habernos dejado, y de incluso culparla por cómo ahora las cosas estaban mal gracias a su ausencia, llegó un momento de claridad. Así como un oasis en un desierto infinito en medio de una tormenta de arena. “Pero qué estoy haciendo… ¿así es como quiero recordarla? ¿En sus momentos en los que la esperanza está muerta y la conciencia ausente?” Y en ese instante, la lluvia cesó, y las nubes, aún densas, abrieron espacio en el cielo para que un solo rayo de luz se colara iluminando el intacto cartel –a pesar de la tormenta- sobre la parada de autobuses. 01-800-CASA-DE-DIOS. Y entonces entendí. Pasé varios minutos más, tal vez horas meditando. Recordando. No me había percatado que mi mente estaba bloqueada. Y todos los fatídicos recuerdos que había tenido de pronto se transformaron en una nostalgia serena, y en remembranzas que traían a mi mente imágenes de los abrazos, las caricias, el apoyo incondicional y cariño que me tenía. Y la dejé ir.

Tomé el celular en mis manos, y con la mirada puesta sobre el cartel en la parada de autobuses, marqué el teléfono que allí venía. Las nubes se aclararon por completo. De nuevo había luz. “Buenas tardes, estás hablando a la casa de Dios…”. Otra vez el conmutador. Mi corazón latía con fuerza esta vez, casi salía de mi pecho, cuando finalmente llegó a la opción que anhelaba. Marqué el cinco, esperé en la línea; “mi madre” respondí de nuevo a la interrogación, y estallé de júbilo al escuchar su voz.

-¡Madre!

Y sólo entonces, desperté.


mr. anderson~

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