lunes, 7 de diciembre de 2009

Ernest el pato y Lydia la castora

“Decir que todos somos normales es otra manera de decir que en realidad no lo somos”. ¿Quién decide qué es normal y qué no? ¿O qué está bien y qué está mal? Vivimos en un mundo totalmente relativo en donde lo que está bien y lo que está mal queda muy al juicio de cada quién. En donde lo hermoso y lo feo fluctúa por encima y debajo de una línea imaginaria que existe sólo en la mente de los que habitan este mismo mundo. Y bajo ese esquema, lo que para muchos es tan bello que quita el aliento, para otros esa belleza y atracción simplemente no es concebible. Así les ocurrió a Ernest el pato, y Lydia la castora.

Ernest era un pato como cualquier otro. Despertaba con la inmediata necesidad de acicalar sus blancas plumas con su perfectamente redondeado pico, y pasaba horas enteras de la mañana con el cuello erguido, pululando, orgulloso de su belleza, en el lago, al lado de sus familiares los patos, a veces agitando las alas, a veces emprendiendo un pequeño vuelo para sentir el viento entre sus plumas, a veces zambulléndose por un bocado y de regreso a la superficie para de nuevo acomodar sus plumas.

Sin embargo, sus hermanos y familiares notaban alguna rareza en él difícil de nombrar. Él mismo no lo sabía, desconocía su propia realidad.

Un día en particular, despertó, y habiendo acicalado su plumaje, emprendió vuelo para refrescar su rostro, extender los músculos, abrir las alas, y disfrutar del viento escabullirse por entre sus plumas, y notó en ese instante, que el viento soplaba para el este, y no el norte, si acaso un poco más fuerte de lo que generalmente lo hacía. Decidió ser espontáneo, y dejarse llevar. Se alejó de sus familiares los patos, y a cinco minutos de vuelo, encontró una presa construida por la Sociedad de Castores Constructores a medio Río La Romba. Se maravilló de la particular destreza que poseían para hacer este tipo de construcciones, y entonces dudó de su propia existencia en el mundo. Él sólo vivía y servía para ser bello, orgulloso –más nunca pedante- de sus plumas tan blancas como la nieve en las tundras, su pico que brillaba cuando el sol lo tocaba de frente, y sus alas que vibraban al primer roce de aire.

Se acercó a la presa, y en las lejanías vio a una castora de particular belleza. Se extrañó, pues por ella sentía una atracción que no sentía ni por la patita más bella con la que él vivía, y se acercó.

-Soy Lydia- le respondió a una obvia pregunta. Se quedaron platicando hasta que el sol se puso, filosofando de la vida, el río, el sol, y el repentino cambio de dirección del viento que aparentemente nadie más había notado. Regresó con los suyos entrada la noche, y evitó dar explicaciones. Se limitó a platicar que había repentinamente decidido ir a explorar un poco más allá.

Varios días transcurrieron así. El viento regresó a su dirección cotidiana, pero él ya sabía el camino hasta la presa de memoria. Lydia le hizo entender como a él le atraía su particular belleza, y Ernest le explicó a ella como a él le parecía particularmente interesante el trabajo que allí realizaban.

-Todos tenemos un propósito en el mundo- le dijo ella. –El mío es construir presas, hacer que el río conserve su flujo natural de agua, y rama a rama, es un trabajo del que me siento orgulloso. El tuyo, sin embargo, es ser bello. Tú puedes nadar con elegancia en esas aguas porque yo evito que el río se vaya fuera de flujo. Si yo no hiciera bien mi trabajo, tú no podrías nadar allí. Si tú no nadaras allí, mi trabajo carecería de objetivo. Es un equilibrio perfectamente planeado y del que ambos tenemos que estar orgullosos.

Y como ésta, varias pláticas transcurrieron así, creando un vínculo tan cercano e irrompible entre ambos, que terminó por llevarlos a enamorarse uno del otro.

Cuando Ernest lo dijo a su familia los patos, de inmediato fue desterrado. Era inconcebible, una agresión contra los suyos, anormal, raro. Cuando Lyda lo dijo a su familia los castores, fue igualmente desterrada. Era ‘incastor’, la más grande traición y humillación contra los de su especie, anormal, raro. Así que ambos, viéndose en la misma situación, decidieron dejar sus respectivos lugares que los habían visto crecer, que extrañarían, pero que tenían que dejar atrás. Algo mejor los esperaba.

Y pasados un par de años, la naturaleza les brindó el más grande tesoro que pudiera recibir cualquiera: un hijo. El primero de su especie que jamás existió en el mundo. Una de las criaturas más poco comunes en el planeta, pero fascinantemente bellas. Llenas de un encanto y una particularidad que ningún otro en el mundo poseía. Y lo llamaron “Ornitorrinco”.


mr. anderson~


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