Yo no quería ir. Le dije a Laura en la mañana, pero ella necia y necia que debíamos ir a recoger las cajas. Decía que era nuestro deber ya que la señora Martínez se había tomado la molestia de venir a darnos las llaves. ¿Para qué tenia que ir yo?, si no me acordaba de él, su nombre me era muy familiar, pero sólo eso; ni su ojos, ni sus rasgos, nada venía a mi mente. Aunque para ser sincera me daba repugnancia oír su nombre.
Finalmente llegamos. ¡Una hora de camino! -Hace tiempo que no veníamos a esta zona de la ciudad-, me dijo Laura. – Vaya que han pasado los años, la casa lucía mejor de naranja, no me gusta como se ve de verde –, analizaba Laura la casa. Yo no me acordaba si la casa era verde o naranja, de verdad no me acordaba de nada, y no entiendo por qué acompañé a Laura si tenía tantas cosas que hacer. Además, no entiendo por qué si mi memoria es casi perfecta no puedo recordar la casa, ni lo que había adentro y mucho menos al señor que vivía en ella. Sólo se que fue hace veinte años, en mi infancia, tendría seis u ocho años
Laura sacó las llaves y abrió la puerta, se escuchó el rechinar de la puerta, en ese momento el tiempo se detuvo, mi mente trabajaba y trabajaba. Cientos de imágenes desfilaban por mi mente, sonrisas, llantos, caricias, golpes…Ahí esta es el señor, ya lo recuerdo, la tez pálida, sus ojos negros, esa sonrisa que parece malvada, en su cara no encontraba ni la más mínima expresión de gestos humanos.
-¡Hey!, no te quedes ahí parada, pasa, no quiero estar aquí todo el día-, me insistió Laura mientras veía con repulsión el polvo que invadía la habitación.
Entré a la habitación un poco confundida, en eso Laura cerró la puerta, el rechinar otra vez, ese sonido era de una madera pesada. Al principio era el rechinar de la bisagra y finalmente la madera raspaba el suelo. Ese sonido me atormentaba de sobremanera. Como sí hace algunos años ese sonido hubiera sido la mayor pena o el mayor alivio de mi vida. El sonido más temido y a la vez el más esperado.
Entramos a la casa, estaba todo sucio, se notaba que nadie la había limpiado en mucho tiempo. Laura me dijo que la señora Martínez había ordenado las cosas que dejó el señor Martínez. En la esquina había dejado unas cuantas pertenecías que seguramente nos serviría más a nosotras que a una casa de beneficencia. – Deben ser éstas, aquí están nuestros nombres –, dijo Laura. Moría de curiosidad por saber qué tendría dentro, ¿por qué la señora Martínez quería que nosotras las conserváramos? Y ¿por qué ella no nos lo había llevado personalmente, en lugar de sólo llevarnos las llaves? Eran sólo dos cajas y estaban bien chiquitas, no le hubiera costado tanto trabajo llevárnoslas. Volteaba a todos lados intentando recordar algo, todo me era familiar y supe que ya había estado ahí, pero no conseguía obtener ninguna vivencia clara. Mientras yo inspeccionaba la casa Laura abrió las cajas; había papeles, cartas, fotos.
Los señores Martínez nunca había tenido hijos, cuando yo era pequeña mis papas me dejaba con ella, para que me cuidara en las tardes. Cuando tenia nueve años, mi mamá me contó que yo tenía muchos problemas en la escuela y en la casa, era muy grosera con todos. Por eso mi mamá decidió quedarse en las tardes conmigo, para educarme correctamente y que dejara de ser tan conflictiva.
Contemplaba desde lejos cómo Laura veía los papeles; la expresión de Laura era de asco cuando sacó unas fotos de un sobre azul, me volteó a ver. Su mirada era de terror. Tomó las fotos y se dirigió así mí.
¿De verdad no recuerdas al señor Martínez? Me preguntó.
No, ya te dije que no me acuerdo de nada, Laura parecía enojada conmigo, como si pensará que le estuviera mintiendo.
Vámonos de aquí, no quiero nada de ese señor, ¡vámonos ya! Ella lucia como toda una neurótica.
¿Y las cajas, Laura?
No, déjalas, no queremos tener nada de esa basura, no quiero saber nada de aquel señor que a pesar de muerto nos sigue haciendo daño.
No entendía lo que había descubierto Laura, ella sentía pena por mí, su mirada me decía miles de cosas, desde compasión o lástima, hasta felicidad y tristeza. Yo le pedía explicación, quería que me dijera qué había pasado en ese cuarto.
Ella sólo me decía que no valía la pena que recordar, yo quería saberlo, de verdad quería recordar. Sólo sabía que mi piel se había erizado desde el momento que abrió la puerta.
Llegamos a la entrada, Laura abrió la puerta decidida a salir de aquel lugar para nunca volver, ¡de nuevo el rechinar de esa maldita puerta!
De mis ojos corrieron varias lágrimas, finalmente lo había recordado.
Finalmente llegamos. ¡Una hora de camino! -Hace tiempo que no veníamos a esta zona de la ciudad-, me dijo Laura. – Vaya que han pasado los años, la casa lucía mejor de naranja, no me gusta como se ve de verde –, analizaba Laura la casa. Yo no me acordaba si la casa era verde o naranja, de verdad no me acordaba de nada, y no entiendo por qué acompañé a Laura si tenía tantas cosas que hacer. Además, no entiendo por qué si mi memoria es casi perfecta no puedo recordar la casa, ni lo que había adentro y mucho menos al señor que vivía en ella. Sólo se que fue hace veinte años, en mi infancia, tendría seis u ocho años
Laura sacó las llaves y abrió la puerta, se escuchó el rechinar de la puerta, en ese momento el tiempo se detuvo, mi mente trabajaba y trabajaba. Cientos de imágenes desfilaban por mi mente, sonrisas, llantos, caricias, golpes…Ahí esta es el señor, ya lo recuerdo, la tez pálida, sus ojos negros, esa sonrisa que parece malvada, en su cara no encontraba ni la más mínima expresión de gestos humanos.
-¡Hey!, no te quedes ahí parada, pasa, no quiero estar aquí todo el día-, me insistió Laura mientras veía con repulsión el polvo que invadía la habitación.
Entré a la habitación un poco confundida, en eso Laura cerró la puerta, el rechinar otra vez, ese sonido era de una madera pesada. Al principio era el rechinar de la bisagra y finalmente la madera raspaba el suelo. Ese sonido me atormentaba de sobremanera. Como sí hace algunos años ese sonido hubiera sido la mayor pena o el mayor alivio de mi vida. El sonido más temido y a la vez el más esperado.
Entramos a la casa, estaba todo sucio, se notaba que nadie la había limpiado en mucho tiempo. Laura me dijo que la señora Martínez había ordenado las cosas que dejó el señor Martínez. En la esquina había dejado unas cuantas pertenecías que seguramente nos serviría más a nosotras que a una casa de beneficencia. – Deben ser éstas, aquí están nuestros nombres –, dijo Laura. Moría de curiosidad por saber qué tendría dentro, ¿por qué la señora Martínez quería que nosotras las conserváramos? Y ¿por qué ella no nos lo había llevado personalmente, en lugar de sólo llevarnos las llaves? Eran sólo dos cajas y estaban bien chiquitas, no le hubiera costado tanto trabajo llevárnoslas. Volteaba a todos lados intentando recordar algo, todo me era familiar y supe que ya había estado ahí, pero no conseguía obtener ninguna vivencia clara. Mientras yo inspeccionaba la casa Laura abrió las cajas; había papeles, cartas, fotos.
Los señores Martínez nunca había tenido hijos, cuando yo era pequeña mis papas me dejaba con ella, para que me cuidara en las tardes. Cuando tenia nueve años, mi mamá me contó que yo tenía muchos problemas en la escuela y en la casa, era muy grosera con todos. Por eso mi mamá decidió quedarse en las tardes conmigo, para educarme correctamente y que dejara de ser tan conflictiva.
Contemplaba desde lejos cómo Laura veía los papeles; la expresión de Laura era de asco cuando sacó unas fotos de un sobre azul, me volteó a ver. Su mirada era de terror. Tomó las fotos y se dirigió así mí.
¿De verdad no recuerdas al señor Martínez? Me preguntó.
No, ya te dije que no me acuerdo de nada, Laura parecía enojada conmigo, como si pensará que le estuviera mintiendo.
Vámonos de aquí, no quiero nada de ese señor, ¡vámonos ya! Ella lucia como toda una neurótica.
¿Y las cajas, Laura?
No, déjalas, no queremos tener nada de esa basura, no quiero saber nada de aquel señor que a pesar de muerto nos sigue haciendo daño.
No entendía lo que había descubierto Laura, ella sentía pena por mí, su mirada me decía miles de cosas, desde compasión o lástima, hasta felicidad y tristeza. Yo le pedía explicación, quería que me dijera qué había pasado en ese cuarto.
Ella sólo me decía que no valía la pena que recordar, yo quería saberlo, de verdad quería recordar. Sólo sabía que mi piel se había erizado desde el momento que abrió la puerta.
Llegamos a la entrada, Laura abrió la puerta decidida a salir de aquel lugar para nunca volver, ¡de nuevo el rechinar de esa maldita puerta!
De mis ojos corrieron varias lágrimas, finalmente lo había recordado.
1 comentario:
Prima! Me quedé con la duda... Qué recordó? El señor la violaba? La golpeaba? jajaja, me dejaste picado! Venga, quiero saber en qué pensabas cuando lo escribiste! =P Me gustó!
Publicar un comentario