miércoles, 26 de agosto de 2009

DISPAR

Su ego estaba enormemente crecido, y lo demostraba con su cuerpo ensanchado y el modo de caminar, moviendo ampliamente los hombros a cada paso, y con una falsa pero cautivadora sonrisa que hacía suspirar a más de una que le miraba. De la bolsa del pantalón pendía un llavero con una estrella de tres puntos que tocaban en proporciones iguales una circunferencia -emblema de una marca de autos conocida. Pero el otro extremo del llavero, que caía dentro del bolsillo, sostenía sólo una llave de un austero departamento en un barrio de dudosa fama en Nueva York.

Entró a la galería a grandes zancadas, con la cabeza alta, pavoneándose por entre los que observaban cuadros de arte abstracto, y comentaban intelectualmente lo que veían. Él escuchaba y entendía la mitad de lo dicho. Pero su ego no se dejaba vencer. Se acercó al cantinero de la barra en un extremo de la galería, justo al lado de los músicos que interpretaban famosas obras de autores clásicos y, con una voz grave y profunda, y demasiado ensayada, exigió:

-Un whiskey en las rocas.

Enseguida le sirvieron. Dio un sorbo y otro más. Cruzó una pierna sobre la otra, y se recargó sobre la barra con el codo del brazo que no sostenía la bebida. Contuvo el rostro para no hacer explícito lo amargo y seco que le sabía la bebida, y en cambio sólo amplió la sonrisa, mostrando su perfecta y blanca dentadura. Era un tipo bien parecido. Terminando el tercer sorbo, vio entrar a una dama en explendoroso atuendo: un vestido largo gris oxford que apenas le tocaba los tobillos, y un escote que no mostraba mucho por el frente, pero que dejaba ver la mayor parte de la espalda, delineando unas curvas perfectas. El hombre se sobresaltó por su belleza, y pensó que ella debería frecuentar aquella galería, pues se paseaba segura por los pasillos, como si tuvera ya una ruta definida. Después de un par de minutos, ella comenzó su camino hacia la barra. Se veía inquieta, miraba con frecuencia el reloj de su muñea.

No llegaba aún cuando el hombre preguntó al cantinero sobre tan perfecta mujer.

-Viene seguido- respondió indiferente -es hermana del autor de algunas pinturas-. Siguió secando vasos.

El hombre amplió la sonrisa, apretó el vaso que contenía ya apenas un sorbo más de whiskey, y pensó en que tan bella dama habría de caer ante sus encantos masculinos.

La mujer, sin embargo, se movía inadvertida de quién estaba cerca, y simplemente se acercó a la barra mirando de nuevo el reloj. Caminaba con seguridad; una mujer inteligente y carismática. Ignoró a los hombres que por allí se encontraban, y que le seguían con la mirada cuando ésta les daba la espalda para admirar sus exquisitas caderas que contorneaban perfectamente el preámbulo a las líneas que, de ver con atención, les provocaba sonrojos.

Habiendo llegado la mujer a la barra, el hombre amplió aún más su sonrisa, exageró los ademanes con las manos, dio un último sorbo a su bebida, y se acercó en un paso hasta la dama. Comenzó a juguetear con el vaso ahora vacío, e inclinándose a la barra, demandó al cantinero que observaba la escena:

-Dos whiskys más-, y girando la cabeza hacia ella, aclaró la garganta en un patético intento por profundizar la voz. La miró con detenimiento, de cabeza a pies, deteniéndose si acaso un instante extra en sus voluptuosos y bien formados senos. No pudo evitar sonreír ante los morbosos pensamientos que llegaron a su mente, y entonces continuó -¿vienes sola?

En ese instante el cantinero presentó dos vasos de alcohol sobre una cama de hielos frente a ellos. El hombre tomó ambos y extendió uno hacia ella. La mujer suspiró. Su fastidiada cara mostraba que lo que en ese instante vivía era pan de todos los días. Extendió su brazo hacia una pequeña bolsa de mano sobre la barra, sacó de ésta un abanico, y comenzó a agitarlo con la pasividad de una leona que, echada, bosteza ante una agitación menor que ocurre en territorio conocido. Miró una vez más el reloj. El hombre notó su fastidio. Sin saber cómo responder a una evidente primer negativa, recogió el brazo extendido, aún con la bebida en mano, y girando sobre su propio cuerpo, se volvió a la barra para colocar los vasos sobre ésta. En el giro flexionó cada músculo posible, con la esperanza de que ella lo notara. Esta había sido siempre una de sus mejores cartas.

Ella, sin embargo, contraria a muchas otras, no se inmutó. Él comenzó a preocuparse. No podía terminar ridiculizándose así frente a los que pudieran observar la escena. Provocaría la burla de la gente, y simplemente no era algo que en su cabeza podía concebir. En un intento desesperado, contuvo el miedo escénico, aclaró la garganta una vez más, giró hacia ella, y le expresó:

-¿Sabes- dijo seguro de si mismo -me pareces hermosa-. Sonrió unos instantes, convencido de que con eso ella lo notaría. Sin embargo, la mujer sólo miró de reojo a un hombre desesperado e inexperimentado con las mujeres. Exhaló audiblemente, dando así una respuesta.

En ese instante, una segunda mujer entró a la elegante galería. Era tan bella y bien contorneada como la primera; rubia y de ojos claros. Una personalidad saltarina y vivaz -si acaso un poco hiperactiva- la caracterizaban. Con la gracia de una gacela, en pequeños y sensuales brincos, atravesó el bar hasta donde estaban ellos. Primero lo vio a él de pies a cabeza, hizo un gesto de desagrado, y lo ignoró después. Volteó hacia la primera, le tomó las manos, besó la boca, y dijo en dulce y tierna voz:

-¡Listo cariño! ¿Nos vamos?

Su voz era como la de una niña -demasiado dulce tal vez. Pero era un contraste interesante: una voz de infante en un cuerpo de mujer perfectamente logrado. Con un poco de morbo, eso resultaba bastante sensual.

La primera le correspondió el beso y la miró con ojos de deseo y sensualidad; una mirada que era totalmente congruente con una expresión en la que no pudo contener morderse el labio de manera juguetona. La acercó hasta ella, abrazó con cariño, y ambas bajaron los brazos para tocar aquellas curvas tan bien delineadas que habían provocado el sonrojo de más de alguno en la sala. Miró al hombre en la barra con el rabillo del ojo, suspiró en señal de desahogo, y ambas mujeres salieron de la mano por la puerta principal.

El hombre no pudo evitar sonrojarse. Las acamayas que sobre elegantes platos ofrecían los meseros estaban menos coloradas que él, y se limitó a bajar la mirada antes de que alguien pudiera notarlo. El cantinero se acercó a recoger los vasos aún llenos de whiskey y, en un último comentario, le expresó burlonamente:

-¡Te la bajaron galán!

mr. anderson~
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1 comentario:

Peritos dijo...

Con la pura frase: "...con la pasividad de una leona que, echada, bosteza ante una agitación menor que ocurre en territorio conocido.", tu cuento ya es maravilloso; pero con el resto también te luciste. A mi parecer, ¡excelente!