SORDERA HISTERIZADA
Nací sordo. Nunca he escuchado y no le reclamo a la vida por ello. Estoy adaptado a una vida donde todo produce si acaso algunas vibraciones en mi cabeza. Zumbidos finos y cortos, agudos y largos, graves y contundentes, pero zumbidos nada más. ¿Música? No sé qué es eso. Tan sólo una idea abstracta que habla de frecuencias que, en conjunto, producen emociones. ¿Ruido? Tampoco sé qué es eso. Vibraciones aleatorias que aturden y desorientan, según el diccionario. ¿Silencio? Podría decirse que lo conozco perfectamente. Pero en realidad, tampoco sé lo que es. ¿Cómo distinguir entre blanco y negro, si sólo conoces el blanco? No se puede. Se necesita un punto de referencia. Una forma de comparar, por así decirlo. Y así, el llanto me es conocido por las lágrimas, pero no por los sollozos; la risa me es conocida por la expresión facial, mas no por las carcajadas; el ulular del aire me es conocido porque lo siento al acariciarme la cara, y sin embargo desconozco el ruido que los árboles hacen al sacudirse cuando sopla el viento… Sólo puedo verlos agitar sus hojas, y notar como éstas vuelan en un azar impredecible cuando el aire las arranca de sus ramas y las lleva a tocar las nubes, a veces el sol, y luego azotarse contra el piso. Como pequeños Ícaros con alas temporales que se derriten al calor del sol, para luego caer y marchitarse.
Y perdido en mis pensamientos, se acerca a la ventana un jilguero. Veo su cuello gorgotear, asumo que canta. Pero en mi cabeza es sólo un zumbido más. Una pequeña vibración armónica que me dice que está cantando, pero no más. Curiosa experiencia, que un ave de tan peculiar y bello canto –así lo dicen los libros- venga a visitar a un hombre que anhela escucharlo, pero no puede. Se acerca demasiado a mí, sin miedo. Sorprendido por la confianza del ave hacia mí, tomo mi sombrero y abrigo y salgo por la puerta más cercana a la ventana donde permanece el ave. Me acerco hasta ella, extiendo mi mano, se deja tocar, y luego emprende el vuelo otra vez, haciendo círculos sobre mi cabeza al principio, y marcando una ruta después. Corro detrás de ella, ensimismado, sin pensar en nada más, viéndola a ella y a ella sola. La sigo.
* * * *
Cada día me vuelvo un poco más loco. Un poco de mi cordura desaparece cada día que pasa en esta casa en dónde mis hijos se despiertan con berrinches, pleitos y gritos antes de partir al kinder y la primaria. “¡Papá, Luisito no me quiere prestar sus colores!” “¡Papá, Ernesto me pegó!” “¡Papá, Gema no sale del baño y necesito hacer pipí!” “¡Papá, ya se acabó la leche!” ¡Papá, papá, papá…! Cinco hijos de muy corta edad y viviendo en una casa tan pequeña, ¡qué desastre! Acompañan a las quejas interminables, los gritos y los pleitos, el escándalo de Jeremías, un fastidioso chihuahueño cuyo ladrido es tan agudo y enervante, que perfora el oído como ni el taladro más potete del mundo podría lograr sobre una calle de pavimento. Y finalmente, están las eternas quejas de mi esposa: sus celos infundados, los reclamos por las cervezas nocturnas con los compañeros de trabajo, las quejas de todo lo que falta en la casa y la educación de los hijos; “¡no me entiendes! ¡Ya no me quieres! ¡Dices que tú trabajas como burro, pero ¿quién educa a tus hijos?! ¡¿Quién los lleva y trae de la escuela?! ¿¡Y yo qué?!”.
Huyo despavorido de ese ambiente. Nunca creí que tanto grito, llanto, reclamo y queja fuera tan insoportable. Mi cordura se estaba fugando por mis oídos. Y errado estaba al pensar que el camino rumbo al trabajo sería un momento de paz. Antes de subir pienso en mi troca desvielada haciendo más ruido que un volcán en erupción. Ni el Paricutín había llegado a tantos decibeles. Pero no tenía para pagar algo más. Me adecuaba a lo que tenía. Y por si fuera poco, trabajar como operador en la línea de producción de la empresa sumaba a mi cabeza la cantidad exacta de ruido que me llevaba a perder la cordura. ¡Me rehúso a abordar el camino al trabajo! ¡Requiero un momento de paz!
Ese día en particular, al salir huyendo de mi casa como cada mañana, y antes de iniciar el purgatorio del camino para llegar al infierno del trabajo, un jilguero vuela hasta el techo de la troca. Canta hermosamente. Por primera vez en mucho tiempo escucho un sonido, una música, que no era ruido. Contiene una armonía tan hermosa y apacible que me lleva, de manera inconciente, a extender la mano y tocar al ave. Abstraído, veo como el ave se deja acariciar para luego emprender vuelo, con su hermosa melodía aún en el aire, a lo lejos, y volando en círculos sobre mi cabeza, me incita a seguirla. Así lo hago, y comienzo a correr tras ella.
* * * *
Alfonso y Eduardo iban tras un ave imaginaria. Dos hombres corrían por la ciudad, cada uno viniendo de extremos opuestos, siguiendo a un ave que existía sólo para sus ojos, guiados por una melodía tan perfecta, que Santa Cecilia misma estaría celosa. Corrieron, sin cansarse, atravesando calles, interponiéndose insensatamente en el camino de autos que frenaban al improvisto de un peatón imprudente que corría sin fijarse. Corrieron, y corrieron, y corrieron… De momento fueron ciegos a todo lo que a su alrededor transcurría. Su mente estaba en el jilguero y en el jilguero solo, sus oídos, los de Eduardo al menos, puestos en la melodía. Para Alfonso no era más que un mero zumbido que se filtraba por su cráneo. Y a pesar de ser un zumbido y nada más, fue suficiente para atraparlo y llevarlo a un estado casi catatónico de ser.
Se acercaban uno al otro. Las aves imaginarias los guiaban al mismo lugar. Se encontrarían de frente. Seguían corriendo. Estaban cada vez más cerca. No frenaban. Tan sólo unos metros los apartaban, y seguían hipnotizados por el canto –zumbido- del ave. Estaban de frente, ¡y seguían corriendo! ¡Zaz! Onomatopeya de un choque entre dos hombres. Ambos cayeron al piso, sobándose la cabeza, de vuelta en el mundo real. De inmediato voltearon hacia arriba: el canto-zumbido del ave había desaparecido junto con ésta. Se vieron extrañados uno al otro, y aún aturdidos, se levantaron, sacudieron, ignoraron, y comenzaron el camino de regreso, espalda con espalda.
Eduardo regresó a su casa. Era muy tarde para llegar al trabajo. Entró, y todo estaba en silencio. Su mujer se acercó hacia él con un gesto gruñón y el dedo levantado en su contra, y la veía gesticular en un notorio fastidio, pero no escuchaba nada. Sólo zumbidos.
Alfonso por fin descubrió lo que el silencio representaba en realidad.
Ambos fueron felices.
mr. anderson
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