martes, 22 de diciembre de 2009

Sordera histerizada

SORDERA HISTERIZADA

Nací sordo. Nunca he escuchado y no le reclamo a la vida por ello. Estoy adaptado a una vida donde todo produce si acaso algunas vibraciones en mi cabeza. Zumbidos finos y cortos, agudos y largos, graves y contundentes, pero zumbidos nada más. ¿Música? No sé qué es eso. Tan sólo una idea abstracta que habla de frecuencias que, en conjunto, producen emociones. ¿Ruido? Tampoco sé qué es eso. Vibraciones aleatorias que aturden y desorientan, según el diccionario. ¿Silencio? Podría decirse que lo conozco perfectamente. Pero en realidad, tampoco sé lo que es. ¿Cómo distinguir entre blanco y negro, si sólo conoces el blanco? No se puede. Se necesita un punto de referencia. Una forma de comparar, por así decirlo. Y así, el llanto me es conocido por las lágrimas, pero no por los sollozos; la risa me es conocida por la expresión facial, mas no por las carcajadas; el ulular del aire me es conocido porque lo siento al acariciarme la cara, y sin embargo desconozco el ruido que los árboles hacen al sacudirse cuando sopla el viento… Sólo puedo verlos agitar sus hojas, y notar como éstas vuelan en un azar impredecible cuando el aire las arranca de sus ramas y las lleva a tocar las nubes, a veces el sol, y luego azotarse contra el piso. Como pequeños Ícaros con alas temporales que se derriten al calor del sol, para luego caer y marchitarse.

Y perdido en mis pensamientos, se acerca a la ventana un jilguero. Veo su cuello gorgotear, asumo que canta. Pero en mi cabeza es sólo un zumbido más. Una pequeña vibración armónica que me dice que está cantando, pero no más. Curiosa experiencia, que un ave de tan peculiar y bello canto –así lo dicen los libros- venga a visitar a un hombre que anhela escucharlo, pero no puede. Se acerca demasiado a mí, sin miedo. Sorprendido por la confianza del ave hacia mí, tomo mi sombrero y abrigo y salgo por la puerta más cercana a la ventana donde permanece el ave. Me acerco hasta ella, extiendo mi mano, se deja tocar, y luego emprende el vuelo otra vez, haciendo círculos sobre mi cabeza al principio, y marcando una ruta después. Corro detrás de ella, ensimismado, sin pensar en nada más, viéndola a ella y a ella sola. La sigo.

* * * *

Cada día me vuelvo un poco más loco. Un poco de mi cordura desaparece cada día que pasa en esta casa en dónde mis hijos se despiertan con berrinches, pleitos y gritos antes de partir al kinder y la primaria. “¡Papá, Luisito no me quiere prestar sus colores!” “¡Papá, Ernesto me pegó!” “¡Papá, Gema no sale del baño y necesito hacer pipí!” “¡Papá, ya se acabó la leche!” ¡Papá, papá, papá…! Cinco hijos de muy corta edad y viviendo en una casa tan pequeña, ¡qué desastre! Acompañan a las quejas interminables, los gritos y los pleitos, el escándalo de Jeremías, un fastidioso chihuahueño cuyo ladrido es tan agudo y enervante, que perfora el oído como ni el taladro más potete del mundo podría lograr sobre una calle de pavimento. Y finalmente, están las eternas quejas de mi esposa: sus celos infundados, los reclamos por las cervezas nocturnas con los compañeros de trabajo, las quejas de todo lo que falta en la casa y la educación de los hijos; “¡no me entiendes! ¡Ya no me quieres! ¡Dices que tú trabajas como burro, pero ¿quién educa a tus hijos?! ¡¿Quién los lleva y trae de la escuela?! ¿¡Y yo qué?!”.

Huyo despavorido de ese ambiente. Nunca creí que tanto grito, llanto, reclamo y queja fuera tan insoportable. Mi cordura se estaba fugando por mis oídos. Y errado estaba al pensar que el camino rumbo al trabajo sería un momento de paz. Antes de subir pienso en mi troca desvielada haciendo más ruido que un volcán en erupción. Ni el Paricutín había llegado a tantos decibeles. Pero no tenía para pagar algo más. Me adecuaba a lo que tenía. Y por si fuera poco, trabajar como operador en la línea de producción de la empresa sumaba a mi cabeza la cantidad exacta de ruido que me llevaba a perder la cordura. ¡Me rehúso a abordar el camino al trabajo! ¡Requiero un momento de paz!

Ese día en particular, al salir huyendo de mi casa como cada mañana, y antes de iniciar el purgatorio del camino para llegar al infierno del trabajo, un jilguero vuela hasta el techo de la troca. Canta hermosamente. Por primera vez en mucho tiempo escucho un sonido, una música, que no era ruido. Contiene una armonía tan hermosa y apacible que me lleva, de manera inconciente, a extender la mano y tocar al ave. Abstraído, veo como el ave se deja acariciar para luego emprender vuelo, con su hermosa melodía aún en el aire, a lo lejos, y volando en círculos sobre mi cabeza, me incita a seguirla. Así lo hago, y comienzo a correr tras ella.

* * * *

Alfonso y Eduardo iban tras un ave imaginaria. Dos hombres corrían por la ciudad, cada uno viniendo de extremos opuestos, siguiendo a un ave que existía sólo para sus ojos, guiados por una melodía tan perfecta, que Santa Cecilia misma estaría celosa. Corrieron, sin cansarse, atravesando calles, interponiéndose insensatamente en el camino de autos que frenaban al improvisto de un peatón imprudente que corría sin fijarse. Corrieron, y corrieron, y corrieron… De momento fueron ciegos a todo lo que a su alrededor transcurría. Su mente estaba en el jilguero y en el jilguero solo, sus oídos, los de Eduardo al menos, puestos en la melodía. Para Alfonso no era más que un mero zumbido que se filtraba por su cráneo. Y a pesar de ser un zumbido y nada más, fue suficiente para atraparlo y llevarlo a un estado casi catatónico de ser.

Se acercaban uno al otro. Las aves imaginarias los guiaban al mismo lugar. Se encontrarían de frente. Seguían corriendo. Estaban cada vez más cerca. No frenaban. Tan sólo unos metros los apartaban, y seguían hipnotizados por el canto –zumbido- del ave. Estaban de frente, ¡y seguían corriendo! ¡Zaz! Onomatopeya de un choque entre dos hombres. Ambos cayeron al piso, sobándose la cabeza, de vuelta en el mundo real. De inmediato voltearon hacia arriba: el canto-zumbido del ave había desaparecido junto con ésta. Se vieron extrañados uno al otro, y aún aturdidos, se levantaron, sacudieron, ignoraron, y comenzaron el camino de regreso, espalda con espalda.

Eduardo regresó a su casa. Era muy tarde para llegar al trabajo. Entró, y todo estaba en silencio. Su mujer se acercó hacia él con un gesto gruñón y el dedo levantado en su contra, y la veía gesticular en un notorio fastidio, pero no escuchaba nada. Sólo zumbidos.

Alfonso por fin descubrió lo que el silencio representaba en realidad.

Ambos fueron felices.

mr. anderson


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Moría de curiosidad

Yo no quería ir. Le dije a Laura en la mañana, pero ella necia y necia que debíamos ir a recoger las cajas. Decía que era nuestro deber ya que la señora Martínez se había tomado la molestia de venir a darnos las llaves. ¿Para qué tenia que ir yo?, si no me acordaba de él, su nombre me era muy familiar, pero sólo eso; ni su ojos, ni sus rasgos, nada venía a mi mente. Aunque para ser sincera me daba repugnancia oír su nombre.

Finalmente llegamos. ¡Una hora de camino! -Hace tiempo que no veníamos a esta zona de la ciudad-, me dijo Laura. – Vaya que han pasado los años, la casa lucía mejor de naranja, no me gusta como se ve de verde –, analizaba Laura la casa. Yo no me acordaba si la casa era verde o naranja, de verdad no me acordaba de nada, y no entiendo por qué acompañé a Laura si tenía tantas cosas que hacer. Además, no entiendo por qué si mi memoria es casi perfecta no puedo recordar la casa, ni lo que había adentro y mucho menos al señor que vivía en ella. Sólo se que fue hace veinte años, en mi infancia, tendría seis u ocho años

Laura sacó las llaves y abrió la puerta, se escuchó el rechinar de la puerta, en ese momento el tiempo se detuvo, mi mente trabajaba y trabajaba. Cientos de imágenes desfilaban por mi mente, sonrisas, llantos, caricias, golpes…Ahí esta es el señor, ya lo recuerdo, la tez pálida, sus ojos negros, esa sonrisa que parece malvada, en su cara no encontraba ni la más mínima expresión de gestos humanos.

-¡Hey!, no te quedes ahí parada, pasa, no quiero estar aquí todo el día-, me insistió Laura mientras veía con repulsión el polvo que invadía la habitación.
Entré a la habitación un poco confundida, en eso Laura cerró la puerta, el rechinar otra vez, ese sonido era de una madera pesada. Al principio era el rechinar de la bisagra y finalmente la madera raspaba el suelo. Ese sonido me atormentaba de sobremanera. Como sí hace algunos años ese sonido hubiera sido la mayor pena o el mayor alivio de mi vida. El sonido más temido y a la vez el más esperado.

Entramos a la casa, estaba todo sucio, se notaba que nadie la había limpiado en mucho tiempo. Laura me dijo que la señora Martínez había ordenado las cosas que dejó el señor Martínez. En la esquina había dejado unas cuantas pertenecías que seguramente nos serviría más a nosotras que a una casa de beneficencia. – Deben ser éstas, aquí están nuestros nombres –, dijo Laura. Moría de curiosidad por saber qué tendría dentro, ¿por qué la señora Martínez quería que nosotras las conserváramos? Y ¿por qué ella no nos lo había llevado personalmente, en lugar de sólo llevarnos las llaves? Eran sólo dos cajas y estaban bien chiquitas, no le hubiera costado tanto trabajo llevárnoslas. Volteaba a todos lados intentando recordar algo, todo me era familiar y supe que ya había estado ahí, pero no conseguía obtener ninguna vivencia clara. Mientras yo inspeccionaba la casa Laura abrió las cajas; había papeles, cartas, fotos.
Los señores Martínez nunca había tenido hijos, cuando yo era pequeña mis papas me dejaba con ella, para que me cuidara en las tardes. Cuando tenia nueve años, mi mamá me contó que yo tenía muchos problemas en la escuela y en la casa, era muy grosera con todos. Por eso mi mamá decidió quedarse en las tardes conmigo, para educarme correctamente y que dejara de ser tan conflictiva.
Contemplaba desde lejos cómo Laura veía los papeles; la expresión de Laura era de asco cuando sacó unas fotos de un sobre azul, me volteó a ver. Su mirada era de terror. Tomó las fotos y se dirigió así mí.
¿De verdad no recuerdas al señor Martínez? Me preguntó.
No, ya te dije que no me acuerdo de nada, Laura parecía enojada conmigo, como si pensará que le estuviera mintiendo.
Vámonos de aquí, no quiero nada de ese señor, ¡vámonos ya! Ella lucia como toda una neurótica.
¿Y las cajas, Laura?
No, déjalas, no queremos tener nada de esa basura, no quiero saber nada de aquel señor que a pesar de muerto nos sigue haciendo daño.
No entendía lo que había descubierto Laura, ella sentía pena por mí, su mirada me decía miles de cosas, desde compasión o lástima, hasta felicidad y tristeza. Yo le pedía explicación, quería que me dijera qué había pasado en ese cuarto.
Ella sólo me decía que no valía la pena que recordar, yo quería saberlo, de verdad quería recordar. Sólo sabía que mi piel se había erizado desde el momento que abrió la puerta.

Llegamos a la entrada, Laura abrió la puerta decidida a salir de aquel lugar para nunca volver, ¡de nuevo el rechinar de esa maldita puerta!
De mis ojos corrieron varias lágrimas, finalmente lo había recordado.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Ernest el pato y Lydia la castora

“Decir que todos somos normales es otra manera de decir que en realidad no lo somos”. ¿Quién decide qué es normal y qué no? ¿O qué está bien y qué está mal? Vivimos en un mundo totalmente relativo en donde lo que está bien y lo que está mal queda muy al juicio de cada quién. En donde lo hermoso y lo feo fluctúa por encima y debajo de una línea imaginaria que existe sólo en la mente de los que habitan este mismo mundo. Y bajo ese esquema, lo que para muchos es tan bello que quita el aliento, para otros esa belleza y atracción simplemente no es concebible. Así les ocurrió a Ernest el pato, y Lydia la castora.

Ernest era un pato como cualquier otro. Despertaba con la inmediata necesidad de acicalar sus blancas plumas con su perfectamente redondeado pico, y pasaba horas enteras de la mañana con el cuello erguido, pululando, orgulloso de su belleza, en el lago, al lado de sus familiares los patos, a veces agitando las alas, a veces emprendiendo un pequeño vuelo para sentir el viento entre sus plumas, a veces zambulléndose por un bocado y de regreso a la superficie para de nuevo acomodar sus plumas.

Sin embargo, sus hermanos y familiares notaban alguna rareza en él difícil de nombrar. Él mismo no lo sabía, desconocía su propia realidad.

Un día en particular, despertó, y habiendo acicalado su plumaje, emprendió vuelo para refrescar su rostro, extender los músculos, abrir las alas, y disfrutar del viento escabullirse por entre sus plumas, y notó en ese instante, que el viento soplaba para el este, y no el norte, si acaso un poco más fuerte de lo que generalmente lo hacía. Decidió ser espontáneo, y dejarse llevar. Se alejó de sus familiares los patos, y a cinco minutos de vuelo, encontró una presa construida por la Sociedad de Castores Constructores a medio Río La Romba. Se maravilló de la particular destreza que poseían para hacer este tipo de construcciones, y entonces dudó de su propia existencia en el mundo. Él sólo vivía y servía para ser bello, orgulloso –más nunca pedante- de sus plumas tan blancas como la nieve en las tundras, su pico que brillaba cuando el sol lo tocaba de frente, y sus alas que vibraban al primer roce de aire.

Se acercó a la presa, y en las lejanías vio a una castora de particular belleza. Se extrañó, pues por ella sentía una atracción que no sentía ni por la patita más bella con la que él vivía, y se acercó.

-Soy Lydia- le respondió a una obvia pregunta. Se quedaron platicando hasta que el sol se puso, filosofando de la vida, el río, el sol, y el repentino cambio de dirección del viento que aparentemente nadie más había notado. Regresó con los suyos entrada la noche, y evitó dar explicaciones. Se limitó a platicar que había repentinamente decidido ir a explorar un poco más allá.

Varios días transcurrieron así. El viento regresó a su dirección cotidiana, pero él ya sabía el camino hasta la presa de memoria. Lydia le hizo entender como a él le atraía su particular belleza, y Ernest le explicó a ella como a él le parecía particularmente interesante el trabajo que allí realizaban.

-Todos tenemos un propósito en el mundo- le dijo ella. –El mío es construir presas, hacer que el río conserve su flujo natural de agua, y rama a rama, es un trabajo del que me siento orgulloso. El tuyo, sin embargo, es ser bello. Tú puedes nadar con elegancia en esas aguas porque yo evito que el río se vaya fuera de flujo. Si yo no hiciera bien mi trabajo, tú no podrías nadar allí. Si tú no nadaras allí, mi trabajo carecería de objetivo. Es un equilibrio perfectamente planeado y del que ambos tenemos que estar orgullosos.

Y como ésta, varias pláticas transcurrieron así, creando un vínculo tan cercano e irrompible entre ambos, que terminó por llevarlos a enamorarse uno del otro.

Cuando Ernest lo dijo a su familia los patos, de inmediato fue desterrado. Era inconcebible, una agresión contra los suyos, anormal, raro. Cuando Lyda lo dijo a su familia los castores, fue igualmente desterrada. Era ‘incastor’, la más grande traición y humillación contra los de su especie, anormal, raro. Así que ambos, viéndose en la misma situación, decidieron dejar sus respectivos lugares que los habían visto crecer, que extrañarían, pero que tenían que dejar atrás. Algo mejor los esperaba.

Y pasados un par de años, la naturaleza les brindó el más grande tesoro que pudiera recibir cualquiera: un hijo. El primero de su especie que jamás existió en el mundo. Una de las criaturas más poco comunes en el planeta, pero fascinantemente bellas. Llenas de un encanto y una particularidad que ningún otro en el mundo poseía. Y lo llamaron “Ornitorrinco”.


mr. anderson~


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