Recién iniciado el trayecto, el velocímetro no rebasaba los cincuenta kilómetros por hora. La botella apenas mostraba indicios de consumo. “¿Dónde podrá estar?” pensaba con frecuencia. “Tal vez en este bar…”. Y al comprobar –tras exhaustiva búsqueda y varías vueltas alrededor del lugar- que el auto en cuestión no estaba allí, un largo trago, que culminaba inicialmente en un gesto de desagrado, le hacía llevadero el coraje.
* * *
Sofía siempre había sido una mujer sociable. Tenía un carisma que resultaba atractivo para muchos, y no porque la vieran con ojos de lujuria; era más bien cuestión de actitud. Tenía la facultad de hacer sentir a las personas en confianza, y por lo mismo, se rodeaba de gente que le tenían aprecio y estima.
Tenía su grupo predilecto de amigos, sin embargo. Aquéllos con los que podía ser y estar sin tapujos ni temores. Para la mala fortuna de Gregorio, tres hombres y Sofía eran los integrantes de tan selecto conjunto. Hombres todos. Homosexual alguno, con pareja los otros, pero hombres al fin. “Hombres que le envenenan la mente, y le presentan a otros…”. Y eso lo llenaba de rabia.
El título de noviazgo en la relación de Gregorio y Sofía había fracasado ya hacía un par de años. Mucho tiempo fue ella quien lloró su ausencia, lágrimas a las que él respondía con la misma frase: “No estoy preparado, no quiero este nivel de compromiso”. Los moteles, sin embargo, seguían viendo constantes sus encuentros en los que ambos veían aliviado el impulso sexual. Y mientras él la tomaba entre sus manos con fuerza siguiendo un instinto, ella veía en esas manos un cariño que crecía a cada vaivén de los cuerpos.
La situación se fue deteriorando progresivamente. Ella lloraba en soledad, y Gregorio salía con más mujeres. Ana y Bety fueron las más relevantes. Y cuando le dejaban o la relación fracasaba, de nuevo llamaba a Sofía para encontrarse en el motel Majestic. Así ocurrió hasta que ella decidió aniquilar todo encuentro con Gregorio en un afán de arrancar de raíz una mala hierba que crecía en su interior, que él regaba, y que ella, por aferrarse a lo que alguna vez fue, dejó crecer hasta que se convirtió en una enredadera que le asfixiaba el espíritu.
El tiempo obra maravillas, siempre lo ha hecho, y no fue la excepción para el ahogado corazón de Sofía. Empezó a respirar una vez más, y a cada respiro, se contaminaba más la mente de Gregorio. “¿Con quién podrá estar en este momento? ¿A quién le estarán presentando los imbéciles de sus amigos? ¿Qué les podrá estar diciendo ella de mí? ¡Puras pendejadas!”. No entendía por qué ella podría conocer a más hombres… ¡Ella era de Gregorio! ¡Y no había más! Sabía que lo amaba, sabía que regresaría a él a pesar de que conociera a más mujeres. “Porque ella también sabe que soy suyo, aunque yo salga con Beatriz”.
* * *
El tacómetro no tardó en empezar a verse un poco forzado. Iba ya la mitad de la botella, y dos lugares menos por visitar, con rumbo al tercero. Los cincuenta kilómetros por hora se convirtieron en setenta, y cada semáforo era oportunidad para un trago más. “¡Seguro está con aquéllos! ¡Los prefiere, siempre lo ha hecho!”.
La botella veía ya el último cuarto de líquido, y la vista y equilibrio de Gregorio empezaban a verse nublados. Habían sido ya tres los lugares que visitaba sin éxito obtenido. “¡Qué rabia! ¿Dónde estás puta? ¿¡Dónde!?”. Las muecas de amargura después de cada trago cesaron: ya se había acostumbrado al sabor, y empezaba a perder el sentido del gusto. Tomó la botella y se empinó el resto. “Tal vez en el estudio del idiota ese…”. Presionaba el acelerador con fuerza en un desesperado intento de hacer que el rojo del semáforo se pintara en verde antes de tiempo cuando vio en la esquina siguiente una tienda de abarrotes. El rechinido de llantas no se hizo esperar, y una sarta de maldiciones se escucharon en el aire cuando Gregorio omitió la luz del semáforo y un par de peatones corrían por su vida con el puño levantado. “¡Idiota, mira el camino!” gritaban.
-Dame una botella de José Cuervo…
Quién atendía giró sobre su hombro detrás del mostrador. Tomó una botella y la mostró a Gregorio.
-Sólo nos quedan las de tres cuartos…
-¡Sólo dámela…!- respondió exasperado. Y tras un instante pensativo, añadió –que sean dos.
Sofía y sus amigos caminaban a paso ligero sobre 5 de mayo, a un par de cuadras por encima de Circunvalación. Cargaban bolsas que contenían papas fritas, refrescos, y algunas cervezas. No tenían muchas pretensiones de la noche, tan sólo una plática amena, juegos de cartas, tal vez embriagarse y empezar a soltar confidencias que los llevaran a un desahogo para luego terminar riéndose de la situación.
Faltaban sólo un par de cuadras antes de llegar al estudio. A unos metros de un poste de iluminación urbana, poco antes de llegar, escucharon el rechinar de unas llantas que doblaban sobre Circunvalación hacia la calle por la que transitaban. Dos de cuatro giraron la cabeza sin detener sus pasos. “Algún borracho” pensaron. No estaban equivocados. El fuste de luz quedaba justo a su derecha cuando escucharon un grito rabioso que los detuvo en seco. “¡Sofía! ¡SOFÍA!”. Un escalofrío corrió por la nuca de ella; reconoció la voz al instante. El motor de la Blazer se oía imparable y agresivo. Sofía no lograba entender qué sucedía. Sabía que era Gregorio, pero, ¿qué estaba haciendo él ahí? Por la ventana del conductor de la camioneta se asomó su rostro enfurecido, la mano derecha sobre el volante, la izquierda extendida sobre el aire sosteniendo la botella vacía de José Cuervo. Maniobró como pudo, chocando constantemente con la banqueta de cantera que lo obligaba a centrarse en el carril, la mirada fulminante en los ojos de Sofía, que seguía paralizada. Tomó impulso con el brazo, y miles de miniaturas de cristal volaron por el aire al impactarse la botella con la madera del poste.
Sofía y amigos cubrieron sus caras instintivamente para protegerse de los pedazos que volaban frenéticos amenazando sus rostros. Gregorio, en rabia incontenida, hundió el acelerador hasta el fondo cuando vio que el grupo echó a correr. Dio la vuelta a la manzana, y detuvo la camioneta justo en la entrada al estudio en segunda línea de la calle. Azotó tanto como pudo una puerta que se mantenía inmóvil pese a sus esfuerzos. “¡Sofía, ábreme!”. Turnaba entre gritos, y largos tragos a la botella. “¡Sal ahora! ¡SAL, MALDITA SEA!”. La línea de autos detrás de la Blazer empezó a acumularse, y cuando se vio impotente ante aquella puerta, y el sonido de los cláxones llenó su balde de irritación, se puso nuevamente en marcha.
La segunda botella empezaba a ver el final, mientras la tercera aguardaba paciente. Sus sentidos estaban ya nublados por el alcohol, y su rabia se veía mínimamente desahogada en aspavientos y golpes en el volante del vehículo. Venía abstraído. Su cabeza se centraba en Sofía, y en Sofía sólo. Ignoró el rojo del semáforo. Ignoró las luces del vehículo que se aproximaba a gran velocidad por su izquierda. Ignoró el claxon que le pitaba desesperado. “¿Por qué Sofía…? ¡¿Por qué?!”.
La Blazer se vio impactada y giró tres veces antes de terminar volcada sobre el pavimento. No supo que pasó. Un hilo de sangre escurría por su frente, y su pecho estaba oprimido por partes de su propio automóvil que habían salido de su lugar. No podía respirar. Entre zumbidos, distinguió el sonido de una sirena.
-Tranquilo hijo, todo va a estar bien…
-Sofía… es tu culpa… Todo esto Sofía…
mr. anderson~
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